LAS TORRES DE LA
INFANCIA
Tomi
Lebrero es el último hijo de una familia más o menos bien de San Isidro. Desde
chiquito fue adquiriendo el gusto por las mismas bandas que escuchaban sus
hermanos mayores. En su casa sonaban discos de Los Redondos, los Ratones
Paranoicos y The Cure, entre otros. Sin embargo, desde muy chico él ya era
fanático de Michael Jackson y se sabía de memoria los temas de “Thriller”.
Cuando cursaba tercer grado en el San Juan el Precursor, un colegio tradicional
de San Isidro, escuchó a The Cure y sintió el flechazo. “Fue la primera banda
que sentí: hola, tengo mi walkman, mi cassette de”, cuenta. Fue ahí que empezó
a escribir con marcador en las paredes “Tomi The Cure”. Dejaba su firma por
todos lados, una manera de distinguirse del resto. Cuando era un poco más
grande, en quinto grado, sus hermanos lo llevaron a ver a los Ratones al
Auditorium de San Isidro. Y ahí se dio cuenta de que quería ser una estrella de
rock.
-Me
acuerdo que le gritaban a Juanse: “¡Juanse, larga la blanca!”. Y yo le
preguntaba a mis hermanos: ¿qué es la blanca? Y me decían: “No, no… es la
guitarra blanca”. Y yo flashie, boludo. ¡La primera vez que lo vi a Juanse me
quería morir!
Por
ese entonces su hermana se dio cuenta de su entusiasmo y lo empezó a incentivar
para que estudie guitarra. Tenía un novio que tomaba clases con un profesor de
zona norte. Le pasaron el número y Tomi enseguida lo llamó por teléfono. Se
llamaba Patricio Quirno Costa: “Era muy buen profe, tenía algo que te re
enganchaba”. Ahí hizo su debut escénico, aunque confiesa que el ambiente de
alta alcurnia lo incomodaba un poco: “¡Eran todos apellidos patricios
argentinos! Y yo tipo Tomi Lebrero”, dice y no puede controlar la risa.
Después
apareció el rock nacional, se hizo fan de Charly García, Fito Páez, Soda Stereo
y Sumo. Ya estando en primer año del secundario, el mismo año en que ingresó al
conservatorio, un amigo del colegio, Andrés Hayes –hoy reconocido saxofonista
de jazz -, le prestó un cassette del padre que le cambiaría la vida. Era un
recital de Astor Piazzolla en el Teatro Regina. “Me voló la cabeza y ahí dejé
de escuchar rock”, confiesa. El bandoneón tardaría algunos años en llegar,
aparecería recién cuando terminara el colegio. Pero ya por esos años, cuando
tenía 13 años, formó su primera banda, Mona Lisa, junto a tres amigos del
colegio. La banda estaba integrada por Jano Seitún en bajo, Andrés Hayes en
saxo, Matías Beccar Varela en batería, y Tomi se encargaba de la guitarra y la
voz. Ahí hizo sus primeras armas como frontman y se empezó a animarle a la
composición.
En
ese entonces algunas cosas del colegio le empezaron a hacer ruido. Hasta
segundo año había sido un alumno modelo que se iba a confesar todas las semanas
con el cura fundador del colegio, el padre Castagnet. La religión y la sociedad
sanisidrense serían, años más tarde, tópicos recurrentes en sus letras. “En
tercer año nos pusimos muy rebeldes”, recuerda. Eran un grupito de seis amigos,
dentro de los cuales estaban los miembros de la banda, que se autodenominaban
La Celúla, y se mantenían un poco apartados del resto: “Había una suerte de
bullying, pero también de soberbia intelectual de parte nuestra”. Empezaban a
sentir curiosidad por la bohemia porteña. Los viernes a la noche se tomaban el
tren a Retiro e iban a recorrer las librerías de avenida Corrientes y volvían a
la madrugada. También frecuentaban talleres literarios, iban a obras de teatro
y recitales. Como los “náufragos” de la génesis del rock nacional, disfrutaban
navegar por los resquicios desconocidos de la ciudad. “Nosotros estábamos
flasheando con Lautréamont y nuestros amigos del San Juan estaban muy en otra”,
recuerda.
Ya
sabía que quería ser músico y empezó a reflexionar sobre la posibilidad de cambiar
de colegio. Entonces, una amiga del conservatorio lo incentivó para que se
cambiara al colegio al que ella iba. “Me fui a un colegio re hippie, de
repetidores, en Martinez, que se llamaba José Martí”, recuerda. Aunque no todos
sus amigos pudieron seguirlo: “A otros les costó, era medio la Sociedad de los
Poetas Muertos”. Sus abuelos habían sido fundadores del colegio. Irse de la
institución era el equivalente a desertar las filas de un ejército. Había un
linaje al cual había que honrar, con apellidos eternizados en placas de bronce colocadas
en las altas columnas del patio: “En mi casa me dieron permiso, me vieron que
estaba re pilas con la música, pero se la tuvieron que fumar también”.
-¿Eras muy religioso?
-Sí,
yo tenía re flash místico. Me re pegaba la religión. Y después hice un corte
así nada que ver. Dejé de ir a misa, dejé todo y la búsqueda de la libertad se
volvió un poco mi nueva religión. Pero yo agradezco haber conocido todo eso. Me
parece que es algo importante de la idiosincrasia occidental conocer todo ese
bagaje cristiano. Hay muchos artistas que tienen formación cristiana y fueron a
colegios pesados. Casi todos, Joyce por ejemplo. Yo pienso que uno le va a dar
una educación progre a su hijo. Pero es un bajón, ¡para mí no hay nada mejor
que los padres sean medio garcas!
-¿No te quedó
resentimiento con respecto a esa educación conservadora?
-Por
muchos años sí. Por mucho tiempo la cosa así San Isidro, curas, me generaba
algo medio pesado. Ahora no. Yo agradezco haber ido a un colegio como el San
Juan con esas características conservadoras, muy de una sociedad particular
como la sanisidrense. Eso me puso alerta muy temprano, me puso rebelde. Esto de
haber vivido el dogma y la norma tan fuerte, me hace identificar las
situaciones dogmáticas muy rápido.
Al
poco tiempo de cambiarse de colegio, a los 16 años, armó un nuevo grupo con
chicos del San Miguel Arcángel, un colegio Waldorf de Villa Adelina. A Jano y
Hayes, sus antiguos compañeros de grupo, les había pegado la fascinación por el
jazz, mientras que Tomi se había sumergido en el universo piazzollino. Al nuevo
grupo lo llamaron Sexteto Nuevos Aires y, naturalmente, tocaban temas de
Piazzolla. Ahora Tomi recuerda sus grupos de adolescencia con cierto orgullo:
“Tanto Mona Lisa como Sexteto Nuevos Aires fueron grupos muy precoces”. Al
recordar esos primeros grupos, reconoce cierta osadía instrumental en la música
que hacían, que sorprendía a quienes los escuchaban. “Después nunca hice algo
así, ¡después no sé qué pasó!”, bromea y se deshace en una carcajada.
Por
esos años empezó a sentir la necesidad de profundizar sus estudios musicales. Toda
la adolescencia había transcurrido entre salas de ensayo y amigos. Era hora de
estudiar enserio. “Me metí un poco en una búsqueda musical y dije: ‘yo tengo
que estudiar en vez de tocar tanto’”. Conservaba todavía un grado de admiración
desmedido, casi canónico, por Piazzolla. Recuerda que fue lo único que escuchó
durante tres años. Primero, se anotó en la UCA donde hizo los dos años de
ingreso a la carrera de música, y a los 19 años empezó a estudiar bandoneón con
Rodolfo Mederos, uno de los máximos referentes del instrumento. A los tres años
de estar estudiando con el célebre bandoneonista, el propio Mederos lo convocó
junto a otros cinco estudiantes para formar parte de una agrupación de varios
bandoneonistas y acompañar a un ballet en una gira por Europa. Durante algunos
años tuvo el privilegio de yirar por el Viejo Continente presentando los
espectáculos “Tango Vals” y “Tango de Ana”, de María Steckelman. “Tenía 20
años, era muy pendejo, fue una experiencia alucinante, era mi primera
experiencia profesional, la primera vez que iba a Europa”, recuerda.
Por
esos años tuvo su primer flash con el norte argentino. Cuando no estaba de gira
se pasaba temporadas enteras en Tilcara. Alquilaba un cuarto y se quedaba dos o
tres meses. No necesitaba trabajar, ya que contaba con los ahorros de las
giras, que le alcanzaban para mantenerse: “Tenía esto de los bandoneonistas,
los viajes, eso me dejaba un ahorrito con lo que me manejaba. Siempre evité la
fatiga, viste”, dice riéndose. Allí descubrió a músicos de otras esferas que le
aportaron una mirada diferente sobre la música: “Un maestro muy importante fue
Ricardo Vilca, de Humahuaca, un cancionista muy capo, y también el Diablero
Arias que era un folclorista amateur, un convocador de folcloristas del Norte”.
Años más tarde, mudaría el estudio de grabación a Tilcara para grabar su
segundo disco “Cosas de Tomi”.
Después
de varios años sumergido en el estudio del tango, Tomi recuerda un momento epifánico
que lo llevaría de nuevo hacia el mundo de la canción: “Fue escuchando un tema
de Chico Buarque, ‘Noite dos mascarados’. Era una canción muy teatral, de un
chabón que le cantaba a una mina y ella le respondía. Yo siempre tuve intereses
diversos, me gustaba la música, pero también la literatura o las artes
plásticas. Y en un momento sentí como que está bien lo del bandoneón, está
buenísimo, pero ya empezaba a darme cuenta de que tenía ciertas limitaciones
técnicas. Hay gente que tiene una disposición técnica, que se tocan todo. A mí
me costaba un poco esa parte y pasar esa barrera era estar muchas horas. Y a
veces sentía que no terminaba de expresar lo que era”. Tenía 22 años y
escuchando la canción del músico brasilero, tomó una determinación: “Ahí dije: ‘quiero
hacer esto’”.
A
partir de ese momento el bandoneón dejó de ser el eje de su vida. Y ese lugar
lo ocupó la canción. En una clase con Mederos le contó de sus nuevas
inquietudes: “A Mederos no le copó mucho la idea, me bardeó la canción. Él
decía que para él cuando la música iba en función de la letra, o en función de
la danza, era siempre en detrimento. Cosa que en algún punto tiene razón.
Mederos es un tipo que le interesa Salgán, la música pura. Yo sentía todo lo
contrario, a mí me encantaba la música en relación a la letra o el teatro. Todo
eso me volaba la cabeza.”
-¿Ahí grabaste tu primer
disco?
-A
los 24 o 25 años mis viejos me ayudaron, yo tenía ganas de empezar a salir de
esto de los estudios más caseros, así que me decidí y grabé mi primer disco
“Puchero misterioso”.
-¿Sentís que hubo un
éxito precoz en el comienzo de tu carrera?
-No
sé si éxito precoz, creo que no. Pero sí, como todos los jóvenes, yo en ese
momento, de los 18 a los 24 años, sentía que me podía comer el mundo. Estaba
muy en esa. Me metí a tocar el bandoneón y me llamó Mederos, los grupos que
tenía en la adolescencia eran muy buenos. Después aparece la Fernández Fierro,
un grupo interesante. Dejé la Fernández Fierro y me fui de viaje. Así que grabé
mi primer disco y sentí que, bueno, ya está, grabo mi primer disco y voy
directo a hacer el camino y todo va a ser fácil, voy a tener un público y toda
la cosa. Y ahí aparecieron todos los quilombos.
RE LOCO, RE HIPPIE
Entre
marzo y abril, en medio del arduo proceso de finalización de los discos de
“12”, Tomi volvió a hacer un ciclo en el Bar de Julio, rememorando viejas
épocas. Hay un famoso video filmado allí en 2010, donde Tomi interpreta la
canción “Cuando a caballo”, que comienza tocando solo con el fuelle apoyado
sobre un auto viejo. Continúa caminando hacia el bar con el instrumento sobre
el hombro, mientras se le suman los músicos y el público haciendo coros. El
registro es del cineasta francés Vincent Moon, conocido por sus Take Away Shows,
realizados a lo largo de todo el mundo. Justamente en una reciente visita suya
al país, volvieron al Bar de Julio y surgió la idea de resucitar el espíritu de
aquellos viejos ciclos.
Desde
lejos se ven mesas improvisadas en la calle. Sobre las mesas hay algunos
veladores que aportan la poca luz que hay en el ambiente. Estamos a principios
de abril y el clima todavía permite cosas como hacer un show en la calle a la
luz de la luna, aunque la luna no se ve, escondida detrás de los abundantes
árboles de la ciudad. Adentro hay cuadros, relojes colgados sobre paredes de viejos
azulejos con motivos triangulares. Hay cantidad de adornos, ollas, dibujos, palos
de hockey, un viejo manubrio de automóvil, heladeras antiguas, estantes con
especias. Todo parece tener un orden interno, aunque a primera vista parezca
desordenado. Un orden dentro del caos. El escenario está armado sobre la
vereda, en la puerta del local.
Lo
saludo a Tomi que está hablando con los músicos de la banda. La bajista no pudo
asistir al show, así que esta noche van a tocar en formato trío. Ivo Ferrer y Santiago
Grandone lo acompañan en batería y teclados. Tomi me dice que le quedaron dando
vueltas algunas ideas después de la primera entrevista y se disculpa por haber
estado apagado durante ciertos momentos de la charla, un poco debido al trajín
de sus últimos accidentes.
-¿Cómo
venís con eso?
-Al
final fui al médico y tenía una costilla quebrada –dice mientras se levanta la
remera y me muestra una venda que le cubre gran parte del cuerpo -. En un mes
se me suelda.
La
escena no deja de tener cierto carácter quijotesco. El juglar vencido luchando
contra los molinos de viento. O contra los gigantes. Hay una lucha entre la
realidad y la fantasía que es inherente al artista. Lebrero comprende ese juego
a la perfección y cuando se calza el traje de cantor, cuando se sube al
escenario, el linde entre lo real y lo ficcional se desdibuja.
Antes
del show se lo ve concentrado, en su mundo. Algunas personas se acercan a
saludarlo, pero él parece ya con un pie arriba del escenario. “Hoy voy a tocar
temas viejos, pero creo que ya no tendrían que estar en la lista”, dice. “Pero
ese sos vos, boludo, son temazos”, le dice alguien de aspecto campestre:
bombacha de campo, sweater, una barba incipiente, desaliñado. “A veces los
disfruto más cuando no los toco por un tiempo”, responde. Antes de comenzar se
aleja unos metros con los músicos y ensaya los coros de una canción, acompañado
con una guitarra acústica. Mientras tanto, adentro del bar, Julio cocina
tortillas de papa y milanesas. El pelo largo y de un color blanquísimo, le dan
un aire de druida. La cocina: su lugar, donde prepara apaciblemente en ollas y
sartenes sus brebajes mágicos, que alguien a quien luego Tomi va a presentar
como El Hombre Correcto, distribuye con cierta desorganización entre las mesas.
El chaleco verde, el sombrero y su verba descontrolada le dan un aire de dandy
de los años 40 en un viaje psicotrópico.
Alrededor
de las 22.30 comienza el show. Lebrero cierra los ojos y con el bandoneón sobre
el regazo empieza el primer tema. Es un instrumental del último disco, que
luego van a enganchar con “Misachicos de Cangrejillos”, de Ricardo Vilca. Está
muy concentrado, cada tanto se le escapa algún gemido. Los primeros compases
solamente tienen al bandoneón, y en un crescendo se le van sumando la batería y
el teclado. A medida que va subiendo el volumen Tomi se pone más histriónico,
gesticula, larga gruñidos, abre cada vez más el fuelle, como un torturado al
que le atan las manos y lo estiran, hasta descomponerse. Por momentos se nota
la ausencia del bajo que intentan disimular con un MicroKorg y, sobre todo, con
el despliegue escénico de Tomi. Se lo ve inquieto. Entre tema y tema cambia de
instrumento, hace algún chiste, cambia las letras. De repente, introduce una
nueva canción y pone un machete con la letra sobre una mesa. Se lo dedica al
hombre de chaleco verde y sombrero que hace de mozo. Es su cumpleaños. “A Jorge
que me regaló porro”, dice. Ahí cuenta que Jorge es policía e introduce el
nuevo hit. Se llama “Un poli” y está inspirada en el policía, que divide sus
tiempos entre la “Ley y el Orden” y el bar.
El
momento más alto del show es cuando se acerca al público y toca con el bandoneón
sobre la mesa de algún comensal, como un punky que se arroja al público y hace
mosh. El tema es “Doctorado en Santiago del Estero” y en la sección donde el
tema baja se pone a recitar: “Estoy visualizando euros… Argentina… ¡No, esto es
un film de fucking Polka!”. Mientras escupe las palabras el tema empieza a
crecer y se acerca al climax.
Cuando
el show está terminando Julio se para en el umbral de la puerta, detrás de Tomi
y el escenario improvisado en la calle. Están tocando “Siete días”, de su
segundo disco, que es número obligado en cada presentación. Cuando Tomi percibe
la presencia del regenteador del lugar y, como un improvisador teatral, lo introduce
dentro del cuadro: “Como un Andy Warhol local, como un Clint Eastwood…
¡alabanzas a Julio!”, grita eufórico. Julio se ríe y baila, se ríe y baila. Baila
y se ríe. Y el cuadro se completa con los coros del público, que le dan a la
escena un tinte religioso: “si el tiempo
y la altura, me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar”.
SI NO ES LOCO, NO ES
VERDAD
“Fui
a ver a un brujo”, dice Tomi. Está recostado en su cama con la cabeza sobre
algunos almohadones. Hasta último momento no me confirmó la entrevista porque
estaba con dolores cervicales y vómitos. Me pide que me saque las zapatillas antes
de entrar y enseguida nos ponemos a hablar sobre un tema que lo tiene
preocupado: siente que la pata performática se está comiendo sus shows, que
quizás sea hora de controlar a la fiera. O, al menos, dosificarla, atenuarla un
poco. Reina cierto desorden en el cuarto. Hay montañas de libros sobre la mesa
de luz, un viejo espejo en la pared y unos estantes llenos de esas carpetas grises
que suelen usarse para acumular facturas pagadas. Pero no son facturas, sino
canciones las que rebalsan las carpetas como la lechuga y el tomate de esa gran
hamburguesa que representa la obra de Tomi Lebrero.
-Me
está pasando en algunos shows que crece mucho lo performático, me empiezo a
cagar mucho de risa con la improvisación, que es algo a lo cual quiero ir. Pero
es muy difícil con la banda. Y cuando la banda no está muy fuerte, el personaje
escénico tapa a la canción. Entonces, estoy trabajando para que no me pase eso.
-¿A vos te pasa eso por
fumar y salír así medio loco?
Se
ríe y e imposta la voz calzándose el traje de Señora Bien, simulando indignación
con la pregunta:
-No,
no, no. ¡Yo nunca fumo!
Ahora
se saca el traje de Señora Bien. Se pone serio y continúa:
-A
todos los artistas nos pasa, tenes que afrontar esa situación y uno quiere
estar más chispita. Algunos toman vino, otros fuman, otros se dan un saque. A
mí, la verdad que me gusta fumar. Lo que pasa es que soy muy sensible. Fumo dos
pitaditas y ya quedo muy colocado. Por momentos la gente se caga de risa y está
bueno. Yo también me cago de risa. Pero a veces no ayuda. Estoy tratando de
buscar los puntos de equilibrio. Que hayan temas más organizados y otros donde
yo pueda delirar más, hacer eso que tampoco es que tengo que estar re puesto,
re fumado, para hacerlo. Me pasó en Caras y Caretas, cuando presenté el disco,
que estaba muy consciente de todo. Y tampoco está muy bueno eso a veces.
-Me acuerdo la vez que
tocaste con La Nube Mágica y Botis Cromático en Caras y Caretas. Fue un recital
mucho más cuidado en ese sentido, más sobrio si se quiere, que cuando tocas en
lugares como el Pacha o el Bar de Julio.
-Sí, me doy cuenta también que el
público que sigue al tipo de movida que hago yo, de cantautores, no quieren, como
dice Charly “no quiero un loco”. Hay un punto cuando se te va mucho la mano con
el loco que no sé si está bueno.
-Hay cierto mito
alrededor de Tomi Lebrero como de un pibe que está medio loco, que hace cosas
inesperadas en los recitales. A muchos les divierte ese perfil bufonesco. ¿Cómo
convivís con esa caracterización tuya?
-Cuando
uno está ahí en el escenario, o creando, es un poco un loco. Y, es necesario.
Como dice Leónidas Lamborgini: “si no es loco, no es verdad”. Yo creo en cierta
locura del momento y que uno tiene que llevar a la gente a otra situación en un
punto. Después acá, nada, soy un tipo re normal. Pero en ese momento uno es un
loco bárbaro.
Cierra
la frase con una carcajada. Por momentos le cuesta girar la cabeza y se disculpa
por no poder mirarme debido al dolor de cuello. Cada tanto se marea, pero jamás
pierde la lucidez en la dialéctica de sus palabras.
-Hay
un loco más constructivo y otro… Yo me estaba cagando mucho de la risa con un
personaje un poco agreta. Una cosa medio beckettiana, de tener el truco y
mostrar el truco. Entonces hablaba mucho con los chicos en el show: “che, no
puede ser que no sepamos este tema”, “no puede ser que no me sigan, ¿dónde
tenes la intuición?”. Los empecé a bardear. Porque a mí me gustan los shows
traumáticos, cuando ves algo traumático. Esta entrevista con la cama, me la voy
a acordar más que otras entrevistas porque es una locura.
-Tendría
que haber traído al fotógrafo –le digo. Más tarde cuando le cuente que escuché
todos los discos de “12” en un día, va a buscar el celular y me va a sacar una
foto: “¡Que maestro, boludo, te voy a hacer un monumento. Ya me puedo morir
tranquilo”. A los pocos días, en un derroche de generosidad, la va a subir a
instagram.
-Cuando
sucede algo traumático las cosas se identifican de otra manera. Pero a mí me
gusta que haya un reality cuando voy a ver una banda… ¡soy medio Moria Casán!
Pero me di cuenta de que los chicos no la estaban pasando bien. Eso yo lo tomo
como algo muy performático, muy escénico. Y realmente me puedo desafectar,
porque lo veo como un personaje. Pero bueno, la exposición es jodida y hay personas
que la llevan mejor. Y otros, a quienes verse muy expuestos, y sobre todo que
expongan los errores, les pega muy mal. Por eso te dije que fui al brujo. Pero
también estuve hablando con los chicos y me di cuenta de que a algunos no les
copa.
Es
inevitable al referirse a lo escénico no remontarse a los tiempos del Centro
Cultural Pachamana, más conocido como Pacha, o la Casa de los Chasquidos. Estaba
ubicado en Almagro, en la calle Argañaras, cerca de la intersección de la
avenida Córdoba con Estado de Israel. Fue uno de los tantos espacios que le
abrieron las puertas a la cultura en el post Cromañon: “La cosa más masiva
estaba complicada, empezaron a cerrar todos los clubes y empezaban a aparecer
nuevos lugares, más chiquitos. Fue una forma de replantearnos los shows”,
reflexiona Lebrero sobre esa época. Abrió
en el 2005 y cerró definitivamente a principios de 2018. Fue el epicentro de
varios ciclos de Tomi Lebrero y su Puchero Misterioso, donde siempre los shows eran
sin amplificación. Ni aplausos. La gratificación se expresaba en forma de
chasquidos. Es inevitable al hablar de lo performatico que no vengan imágenes
de Tomi en el Pacha: cantando en calzoncillos o desnudo, con un cuaderno en la
mano recitando o improvisando, arriba de la barra, tirándose sobre la primera
fila de sillones o cantando entre el público. Esos ciclos fueron adquiriendo
fama a lo largo de los años entre el público y se convirtieron en una especie
de “misa lebreriana”.
-Yo
me siento de esa casa, allí aprendí mucho. Sobre todo aprendí mucho sobre lo
escénico. Ahora replico un poco esa energía escénica en cualquier lugar del
mundo donde vaya. Es como una escuela ¿no? Como el cafetín de Buenos Aires, es
una escuela de todas las cosas. Fue un escenario escuela. Ahora se extraña un
poco, pero también un poco sigo replicando todo eso. Siento que en cada
escenario donde voy, sea ante 12 mil personas como toqué en Japón, o un lugar
en Bélgica, en algún momento me vienen imágenes de estar tocando parado en la
barra del Pacha. Es un lugar que me curtió mucho.
-De alguna manera era
más horizontal el escenario, estabas más integrado con el público.
-Sí,
también eso genera algunas cosas. La gente te encasilla como: “ah, Tomi en el
Pacha, lo tengo ahí cerca, voy a la cola del baño y está ahí”. Entonces, como
que quieren a ese Tomi. Y, yo qué sé, por un lado está bueno. Y, otras veces,
es un poco karmático. Porque yo quiero tocar en la Usina del Arte o en Caras y
Caretas. Pero hay mucha gente que dice: yo cuando es así, tan prolijo y musical
no me pega. Quieren más el bardo de estos lugares. Lo que estoy pensando que
tendría que hacer es más bardo en la Usina y en el Pacha ser más prolijo.
Se
queda pensando un rato, recostado entre las sábanas, buscando la palabra justa.
Parece agotado después de dos horas de entrevista. Después de unos segundos
remata:
-Darlo
vuelta. Ying yang.
NUEVOS TRAP
En
sus comienzos los géneros que sintió como más cercanos fueron el tango y el
folclore. Sus dos primeros discos, “Puchero misterioso” y “Cosas de Tomi”, dan
cuenta de esta identificación. Sin embargo, siempre sintió la necesidad de
despegarse de esas etiquetas: “Sentía que no estaba siendo honesto conmigo
mismo si me adscribía a un solo género”. Cuenta que a la hora de componer, las
canciones le llegan vestidas de diferentes géneros, incluso con influencias de
músicas de las cuales no es fan. En “12” hay varias muestras de esta
versatilidad para componer bajo diferentes ropajes. Entre las canciones
conviven géneros tan diversos como el rock, la cumbia, el reggaetón, el tango,
el folclore y el trap. “Me interesan géneros que tampoco curtí tanto, que están
en el aire, como el reggaetón”, dice.
Quizás
sea por los años que lleva dictando el taller de canciones La Oreja Atenta, pero
en Lebrero siempre hay una disposición hacia la canción, no importa bajo cual
forma aparezca: “El otro día pasé por la plaza y en la calesita, viste, le
taladran los oídos a los nenes con el reggaetón. Y me encantó. Me pareció una
imagen patética y hermosa al mismo tiempo. Entonces dije: voy a hacer un
reggaetón”. Se refiere a “Reggaetotango”, incluida en el tercer disco de “12”. Con
un aire tanguero la canción empieza pintando una imagen grotesca: a través de
la contemplación de su propio meo reconoce la forma de un mapa de Argentina. Y
mientras transmuta en un reggaetón, sobre versos de Witold Gombrowicz, empieza
a divagar sobre el triste devenir de la Argentina y sus eternas crisis. Entre
las numerosas canciones del disco aparecen otros guiños a los nuevos géneros.
Por ejemplo, el trap “Luna roja”, el hip hop “De qué trabaja la gente”, o la
suite anti-imperialista “América”, donde condensa con acierto esos nuevos
ritmos que escuchan los pibes de hoy y alcanzan millones de escuchas en
youtube.
Esta
ductilidad a nivel genérico tiene algunas recompensas, como puede ser un
repertorio variopinto. Pero, a la vez, tiene sus contras: “Lo positivo sería
que me siento consecuente con lo que quiero expresar, pero capaz la contra es
que uno no es de ningún palo, y no profundiza. Por más que trato de estudiar el
folclore a full, no soy un folclorista. Trato de estudiar el tango a full y no
soy un tanguero. Claramente, no soy un trapero. ¿Entonces qué soy?”. Se queda
pensativo durante un rato. Y luego, se contesta a sí mismo:
-Soy
un cancionista que se nutre de todas esas cosas, a veces con mayor respeto por
el género, y a veces con cierta irreverencia. Porque tampoco es que me interesa
esa cosa pura de los estilos. Tipo cuando vienen los chamameceros y te dicen: ‘no,
el chamamé se rasguea así’. En un punto admiro y me encanta esa gente. Pero en
otro punto digo: ‘uy, que pesados, quédense con sus iglesias’. Tuve tanta
iglesia en mi vida que ya no quiero más iglesias.
Cuando
le pregunto si siente que hay un legado nombra a algunos nuevos grupos y
cancionistas como Julio y Agosto, Adrian Berra, Nahuel Briones y Sofía Viola, que
aparecieron algunos años más tarde que la primera ola de cancionistas. Pero
enseguida adopta cierta modestia y se cuestiona la idea de ubicarse como
referente de esa nueva generación. “A veces digo ¿legado de qué? Era algo que
estaba medio en el aire. Por momentos me parece demasiado decir: el legado. Y
por momentos, tampoco voy a ser ingenuo, hubo algo de mascarón de proa en lo
que fuimos nosotros”. Ahora, vuelve a detenerse y cuestiona lo dicho
anteriormente: “Por otro lado, me parece demasiado decir que fuimos nosotros
los que los influenciamos. Siendo sincero, las influencias más fuertes creo que
siguen siendo Charly García y Fito Páez para todo el universo argentino.
Nosotros somos algo que aparece ahí, como un referente, pero no sé hasta que
punto me siento ¡guau, qué referente!”. Finalmente, menciona al hip hop y el
trap como el sonido de esta época. Y hasta sugiere la posibilidad de virar su
carrera hacia ese rumbo. “Capaz que si tuviera 20 años, con la facilidad que
tengo para la horda de palabras, me hubiera volcado directamente por ese lado.
Me re interesa todo el mundo del trap, capaz que después de ‘12’ haga un disco entero
de trap”.
LA PAJA DE SER CANTAUTOR
Ya
hace seis años que empezó el proceso de gestación de “12”, cuyas primeras
sesiones de grabación fueron a fines de febrero de 2017 en los estudios Mawi.
El parto se está haciendo largo y a pesar de que en menos de un año publicó 10
discos, por momentos se cuestiona el sentido de la proeza. Por momentos siente
que quiere mandar todo a la mierda, que no tiene sentido en este contexto cultural
el oficio de cantautor, de orfebre de las canciones. Sobrevuela una pregunta en
el aire: ¿todavía hay gente que le interesen las canciones? A partir de esa
sensación de frustración nació “Dejemonos de fantasear con la normalidad”,
inspirada en un relato del escritor uruguayo Mario Levrero. “Cuando uno está
haciendo lo que supuestamente le gusta y no está ganando un mango, uno fantasea
con la normalidad”, dice reflexionando sobre la canción: “Es un poco eso lo que
trato de enunciar. En general, las personas que están trabajando en relación de
dependencia sienten: ‘no estoy haciendo lo que es mi deseo más íntimo y
profundo’. Es decir, idealizan mucho al que lo puede estar haciendo. Pero yo
creo que uno es un inconformista, yo por lo menos creo que lo soy. Ahora que
estoy pudiendo hacer esto, a veces digo: ‘uy, la puta madre, la verdad que el
trabajo que pongo y lo que vuelve por la música es muy ingrato’. Y ahí uno
fantasea con la normalidad”. Pero enseguida hace una defensa del empleado de
oficina y enumera a escritores célebres que fueron trabajadores de oficina:
“Levrero, Juan L. Ortiz, Kafka, Onetti, Borges… todos trabajaban en oficinas.
Si uno es auténtico con su arte es muy difícil que puedas vivir al cien por
ciento de lo que haces”.
En
“Doctorado en Santiago del Estero”, un rock ochentoso con aires de glam,
confiesa con cierta ironía, que le da paja ser cantautor, que prefiere pasar
más tiempo viajando, o durmiendo la siesta, un poco inspirado en sus viajes a
caballo. “Uno piensa que el oficio de cantautor es tipo: ‘si, yo soy libre,
trabajo de cantautor, voy cantando…’ Sí, tiene esa parte, que es la más linda.
Pero después, llegar al ensayo es un parto, todo lo que hay que hacer de
promoción es un embole, todo lo que uno hace para hacer un disco y conseguir
subsidios es un laburazo. Hay gente que tuvo más suerte y esas cosas se las fue
resolviendo una suerte de oficina. Pero no es mi caso, yo hago todo, hago de
secretario… hago todo”. Dice que ahora consiguió a alguien que le maneje las
redes sociales, en lo cual se siente un “queso”. Y concluye: “Componer, tocar,
ensayar, es disfrutable. Todo lo que hay alrededor son movidas burocráticas
para llegar a esa situación”.
En
la era del imperio de las estadísticas, no está de más mencionar algunos
números sobre “12”. Hasta el momento lleva publicadas 159 canciones (todavía
falta publicar el último de este “hiper-disco”, como le gusta llamarlo, que
promete 50 nuevas canciones). La que tiene más escuchas es “Bolero de amor y
violencia”, con 133.017 escuchas. Hay 16.222 oyentes que lo escucharon el
último mes. Y hay 1.261 followers de Tomi Lebrero. Números bastante
significativos, si se los compara con el resto del universo de cantautores. Cuando
le menciono ese comentario en instagram en el cual se quejaba de no estar en
las listas de los mejores discos del año, Lebrero agarra el guante y devuelve
la pelota: “Un poco me arrepiento, no me gusta ese lugar de llorón. Siento la
responsabilidad de ser agradecido, obviamente hay momentos donde uno se
frustra. Pero, básicamente, creo que tengo que estar agradecido de poder hacer
un disco de 200 canciones, y más o menos subsistir de lo que hago”.
-¿No sentís que en otro
momento hubo un interés mayor o que se le dio más visibilidad a tu obra?
-Obviamente,
que cuando uno está arrancando hay un interés nato, la gente tiene una
expectativa. Pero a la vez no me voy a tirar al muere. Yo creo que todavía hay
un interés. No son boludos, se dan cuenta de la persistencia, de que hay algo
genuino e interesante. A veces uno no tiene que ser masivo para ser
interesante.
De
golpe, la conversación vira hacia esos referentes que generan mayor resonancia
en los medios. Desde los nuevos protagonistas del rock indie, como Simón
Poxyrran y Los Espiritus, hasta el creador del hit “Despacito” que cosecha
billones de escuchas (y regalías) en youtube: “Capaz que nuestra generación
está un poquitín vapuleada porque no generamos la masividad que el periodismo
necesita. Para mí hay algo ahí que hay que separar, porque sino es como que
Juan Fonsi… ¿Juan Fonsi es?
-No
es Juan, es Luis –lo corrijo.
-Bueno,
ese… sería el mejor músico del planeta -continúa Tomi-. Y no es así. Yo creo
que en nuestra generación hay musicazos, y que capaz no lograron tanta
visibilidad. Pero que en realidad no tienen nada que envidiarle a los popes: a
Calamaro, a Sumo, a Charly… a los grandes del rock nacional.
Mientras
escribo estas líneas chequeo el instagram. Tomi acaba de publicar otra foto de
la maratón. Ya falta poco. Ahora elonga, con la vincha roja y la sudadera con
el número 12, debajo de unos enormes faroles ¿de la prensa? En el comentario
anuncia la salida de la onceava entrega de la saga: “Así ando, estirando y
juntando fuerzas para el último tramo de esta maratón que por momentos siento
ridícula y por momentos me devuelve cierto sentimiento de realización”. Ya
perdí la cuenta, no sé cuántas canciones son. Son muchas. Muchas. Como en la
tapa de cada una de las entregas de “12”, hay una foto del viaje a caballo.
Allí se lo ve a Tomi montado sobre uno de sus caballos, con un sombrero. Y
detrás: el campo. De repente, me doy cuenta de un detalle en el cual no había
reparado antes. En la parte superior aparecen doce líneas dibujadas, que llevan
la cuenta de los discos publicados. Una larga línea blanca las atraviesa. Once
ya están tachadas.
Ph. maratón: Tomás Barry
Producción de foto: Mario Nieva