viernes, 1 de noviembre de 2019

Tomi Lebrero y la máquina de hacer canciones (Parte II)

LAS TORRES DE LA INFANCIA
Tomi Lebrero es el último hijo de una familia más o menos bien de San Isidro. Desde chiquito fue adquiriendo el gusto por las mismas bandas que escuchaban sus hermanos mayores. En su casa sonaban discos de Los Redondos, los Ratones Paranoicos y The Cure, entre otros. Sin embargo, desde muy chico él ya era fanático de Michael Jackson y se sabía de memoria los temas de “Thriller”. Cuando cursaba tercer grado en el San Juan el Precursor, un colegio tradicional de San Isidro, escuchó a The Cure y sintió el flechazo. “Fue la primera banda que sentí: hola, tengo mi walkman, mi cassette de”, cuenta. Fue ahí que empezó a escribir con marcador en las paredes “Tomi The Cure”. Dejaba su firma por todos lados, una manera de distinguirse del resto. Cuando era un poco más grande, en quinto grado, sus hermanos lo llevaron a ver a los Ratones al Auditorium de San Isidro. Y ahí se dio cuenta de que quería ser una estrella de rock.
-Me acuerdo que le gritaban a Juanse: “¡Juanse, larga la blanca!”. Y yo le preguntaba a mis hermanos: ¿qué es la blanca? Y me decían: “No, no… es la guitarra blanca”. Y yo flashie, boludo. ¡La primera vez que lo vi a Juanse me quería morir!
Por ese entonces su hermana se dio cuenta de su entusiasmo y lo empezó a incentivar para que estudie guitarra. Tenía un novio que tomaba clases con un profesor de zona norte. Le pasaron el número y Tomi enseguida lo llamó por teléfono. Se llamaba Patricio Quirno Costa: “Era muy buen profe, tenía algo que te re enganchaba”. Ahí hizo su debut escénico, aunque confiesa que el ambiente de alta alcurnia lo incomodaba un poco: “¡Eran todos apellidos patricios argentinos! Y yo tipo Tomi Lebrero”, dice y no puede controlar la risa.  
Después apareció el rock nacional, se hizo fan de Charly García, Fito Páez, Soda Stereo y Sumo. Ya estando en primer año del secundario, el mismo año en que ingresó al conservatorio, un amigo del colegio, Andrés Hayes –hoy reconocido saxofonista de jazz -, le prestó un cassette del padre que le cambiaría la vida. Era un recital de Astor Piazzolla en el Teatro Regina. “Me voló la cabeza y ahí dejé de escuchar rock”, confiesa. El bandoneón tardaría algunos años en llegar, aparecería recién cuando terminara el colegio. Pero ya por esos años, cuando tenía 13 años, formó su primera banda, Mona Lisa, junto a tres amigos del colegio. La banda estaba integrada por Jano Seitún en bajo, Andrés Hayes en saxo, Matías Beccar Varela en batería, y Tomi se encargaba de la guitarra y la voz. Ahí hizo sus primeras armas como frontman y se empezó a animarle a la composición.
En ese entonces algunas cosas del colegio le empezaron a hacer ruido. Hasta segundo año había sido un alumno modelo que se iba a confesar todas las semanas con el cura fundador del colegio, el padre Castagnet. La religión y la sociedad sanisidrense serían, años más tarde, tópicos recurrentes en sus letras. “En tercer año nos pusimos muy rebeldes”, recuerda. Eran un grupito de seis amigos, dentro de los cuales estaban los miembros de la banda, que se autodenominaban La Celúla, y se mantenían un poco apartados del resto: “Había una suerte de bullying, pero también de soberbia intelectual de parte nuestra”. Empezaban a sentir curiosidad por la bohemia porteña. Los viernes a la noche se tomaban el tren a Retiro e iban a recorrer las librerías de avenida Corrientes y volvían a la madrugada. También frecuentaban talleres literarios, iban a obras de teatro y recitales. Como los “náufragos” de la génesis del rock nacional, disfrutaban navegar por los resquicios desconocidos de la ciudad. “Nosotros estábamos flasheando con Lautréamont y nuestros amigos del San Juan estaban muy en otra”, recuerda.
Ya sabía que quería ser músico y empezó a reflexionar sobre la posibilidad de cambiar de colegio. Entonces, una amiga del conservatorio lo incentivó para que se cambiara al colegio al que ella iba. “Me fui a un colegio re hippie, de repetidores, en Martinez, que se llamaba José Martí”, recuerda. Aunque no todos sus amigos pudieron seguirlo: “A otros les costó, era medio la Sociedad de los Poetas Muertos”. Sus abuelos habían sido fundadores del colegio. Irse de la institución era el equivalente a desertar las filas de un ejército. Había un linaje al cual había que honrar, con apellidos eternizados en placas de bronce colocadas en las altas columnas del patio: “En mi casa me dieron permiso, me vieron que estaba re pilas con la música, pero se la tuvieron que fumar también”. 
-¿Eras muy religioso?
-Sí, yo tenía re flash místico. Me re pegaba la religión. Y después hice un corte así nada que ver. Dejé de ir a misa, dejé todo y la búsqueda de la libertad se volvió un poco mi nueva religión. Pero yo agradezco haber conocido todo eso. Me parece que es algo importante de la idiosincrasia occidental conocer todo ese bagaje cristiano. Hay muchos artistas que tienen formación cristiana y fueron a colegios pesados. Casi todos, Joyce por ejemplo. Yo pienso que uno le va a dar una educación progre a su hijo. Pero es un bajón, ¡para mí no hay nada mejor que los padres sean medio garcas!
-¿No te quedó resentimiento con respecto a esa educación conservadora?
-Por muchos años sí. Por mucho tiempo la cosa así San Isidro, curas, me generaba algo medio pesado. Ahora no. Yo agradezco haber ido a un colegio como el San Juan con esas características conservadoras, muy de una sociedad particular como la sanisidrense. Eso me puso alerta muy temprano, me puso rebelde. Esto de haber vivido el dogma y la norma tan fuerte, me hace identificar las situaciones dogmáticas muy rápido.
Al poco tiempo de cambiarse de colegio, a los 16 años, armó un nuevo grupo con chicos del San Miguel Arcángel, un colegio Waldorf de Villa Adelina. A Jano y Hayes, sus antiguos compañeros de grupo, les había pegado la fascinación por el jazz, mientras que Tomi se había sumergido en el universo piazzollino. Al nuevo grupo lo llamaron Sexteto Nuevos Aires y, naturalmente, tocaban temas de Piazzolla. Ahora Tomi recuerda sus grupos de adolescencia con cierto orgullo: “Tanto Mona Lisa como Sexteto Nuevos Aires fueron grupos muy precoces”. Al recordar esos primeros grupos, reconoce cierta osadía instrumental en la música que hacían, que sorprendía a quienes los escuchaban. “Después nunca hice algo así, ¡después no sé qué pasó!”, bromea y se deshace en una carcajada.
Por esos años empezó a sentir la necesidad de profundizar sus estudios musicales. Toda la adolescencia había transcurrido entre salas de ensayo y amigos. Era hora de estudiar enserio. “Me metí un poco en una búsqueda musical y dije: ‘yo tengo que estudiar en vez de tocar tanto’”. Conservaba todavía un grado de admiración desmedido, casi canónico, por Piazzolla. Recuerda que fue lo único que escuchó durante tres años. Primero, se anotó en la UCA donde hizo los dos años de ingreso a la carrera de música, y a los 19 años empezó a estudiar bandoneón con Rodolfo Mederos, uno de los máximos referentes del instrumento. A los tres años de estar estudiando con el célebre bandoneonista, el propio Mederos lo convocó junto a otros cinco estudiantes para formar parte de una agrupación de varios bandoneonistas y acompañar a un ballet en una gira por Europa. Durante algunos años tuvo el privilegio de yirar por el Viejo Continente presentando los espectáculos “Tango Vals” y “Tango de Ana”, de María Steckelman. “Tenía 20 años, era muy pendejo, fue una experiencia alucinante, era mi primera experiencia profesional, la primera vez que iba a Europa”, recuerda.
Por esos años tuvo su primer flash con el norte argentino. Cuando no estaba de gira se pasaba temporadas enteras en Tilcara. Alquilaba un cuarto y se quedaba dos o tres meses. No necesitaba trabajar, ya que contaba con los ahorros de las giras, que le alcanzaban para mantenerse: “Tenía esto de los bandoneonistas, los viajes, eso me dejaba un ahorrito con lo que me manejaba. Siempre evité la fatiga, viste”, dice riéndose. Allí descubrió a músicos de otras esferas que le aportaron una mirada diferente sobre la música: “Un maestro muy importante fue Ricardo Vilca, de Humahuaca, un cancionista muy capo, y también el Diablero Arias que era un folclorista amateur, un convocador de folcloristas del Norte”. Años más tarde, mudaría el estudio de grabación a Tilcara para grabar su segundo disco “Cosas de Tomi”.
Después de varios años sumergido en el estudio del tango, Tomi recuerda un momento epifánico que lo llevaría de nuevo hacia el mundo de la canción: “Fue escuchando un tema de Chico Buarque, ‘Noite dos mascarados’. Era una canción muy teatral, de un chabón que le cantaba a una mina y ella le respondía. Yo siempre tuve intereses diversos, me gustaba la música, pero también la literatura o las artes plásticas. Y en un momento sentí como que está bien lo del bandoneón, está buenísimo, pero ya empezaba a darme cuenta de que tenía ciertas limitaciones técnicas. Hay gente que tiene una disposición técnica, que se tocan todo. A mí me costaba un poco esa parte y pasar esa barrera era estar muchas horas. Y a veces sentía que no terminaba de expresar lo que era”. Tenía 22 años y escuchando la canción del músico brasilero, tomó una determinación: “Ahí dije: ‘quiero hacer esto’”.
A partir de ese momento el bandoneón dejó de ser el eje de su vida. Y ese lugar lo ocupó la canción. En una clase con Mederos le contó de sus nuevas inquietudes: “A Mederos no le copó mucho la idea, me bardeó la canción. Él decía que para él cuando la música iba en función de la letra, o en función de la danza, era siempre en detrimento. Cosa que en algún punto tiene razón. Mederos es un tipo que le interesa Salgán, la música pura. Yo sentía todo lo contrario, a mí me encantaba la música en relación a la letra o el teatro. Todo eso me volaba la cabeza.”
-¿Ahí grabaste tu primer disco?
-A los 24 o 25 años mis viejos me ayudaron, yo tenía ganas de empezar a salir de esto de los estudios más caseros, así que me decidí y grabé mi primer disco “Puchero misterioso”.
-¿Sentís que hubo un éxito precoz en el comienzo de tu carrera?
-No sé si éxito precoz, creo que no. Pero sí, como todos los jóvenes, yo en ese momento, de los 18 a los 24 años, sentía que me podía comer el mundo. Estaba muy en esa. Me metí a tocar el bandoneón y me llamó Mederos, los grupos que tenía en la adolescencia eran muy buenos. Después aparece la Fernández Fierro, un grupo interesante. Dejé la Fernández Fierro y me fui de viaje. Así que grabé mi primer disco y sentí que, bueno, ya está, grabo mi primer disco y voy directo a hacer el camino y todo va a ser fácil, voy a tener un público y toda la cosa. Y ahí aparecieron todos los quilombos.

RE LOCO, RE HIPPIE
Entre marzo y abril, en medio del arduo proceso de finalización de los discos de “12”, Tomi volvió a hacer un ciclo en el Bar de Julio, rememorando viejas épocas. Hay un famoso video filmado allí en 2010, donde Tomi interpreta la canción “Cuando a caballo”, que comienza tocando solo con el fuelle apoyado sobre un auto viejo. Continúa caminando hacia el bar con el instrumento sobre el hombro, mientras se le suman los músicos y el público haciendo coros. El registro es del cineasta francés Vincent Moon, conocido por sus Take Away Shows, realizados a lo largo de todo el mundo. Justamente en una reciente visita suya al país, volvieron al Bar de Julio y surgió la idea de resucitar el espíritu de aquellos viejos ciclos.
Desde lejos se ven mesas improvisadas en la calle. Sobre las mesas hay algunos veladores que aportan la poca luz que hay en el ambiente. Estamos a principios de abril y el clima todavía permite cosas como hacer un show en la calle a la luz de la luna, aunque la luna no se ve, escondida detrás de los abundantes árboles de la ciudad. Adentro hay cuadros, relojes colgados sobre paredes de viejos azulejos con motivos triangulares. Hay cantidad de adornos, ollas, dibujos, palos de hockey, un viejo manubrio de automóvil, heladeras antiguas, estantes con especias. Todo parece tener un orden interno, aunque a primera vista parezca desordenado. Un orden dentro del caos. El escenario está armado sobre la vereda, en la puerta del local.  
Lo saludo a Tomi que está hablando con los músicos de la banda. La bajista no pudo asistir al show, así que esta noche van a tocar en formato trío. Ivo Ferrer y Santiago Grandone lo acompañan en batería y teclados. Tomi me dice que le quedaron dando vueltas algunas ideas después de la primera entrevista y se disculpa por haber estado apagado durante ciertos momentos de la charla, un poco debido al trajín de sus últimos accidentes.
-¿Cómo venís con eso?
-Al final fui al médico y tenía una costilla quebrada –dice mientras se levanta la remera y me muestra una venda que le cubre gran parte del cuerpo -. En un mes se me suelda.
La escena no deja de tener cierto carácter quijotesco. El juglar vencido luchando contra los molinos de viento. O contra los gigantes. Hay una lucha entre la realidad y la fantasía que es inherente al artista. Lebrero comprende ese juego a la perfección y cuando se calza el traje de cantor, cuando se sube al escenario, el linde entre lo real y lo ficcional se desdibuja.
Antes del show se lo ve concentrado, en su mundo. Algunas personas se acercan a saludarlo, pero él parece ya con un pie arriba del escenario. “Hoy voy a tocar temas viejos, pero creo que ya no tendrían que estar en la lista”, dice. “Pero ese sos vos, boludo, son temazos”, le dice alguien de aspecto campestre: bombacha de campo, sweater, una barba incipiente, desaliñado. “A veces los disfruto más cuando no los toco por un tiempo”, responde. Antes de comenzar se aleja unos metros con los músicos y ensaya los coros de una canción, acompañado con una guitarra acústica. Mientras tanto, adentro del bar, Julio cocina tortillas de papa y milanesas. El pelo largo y de un color blanquísimo, le dan un aire de druida. La cocina: su lugar, donde prepara apaciblemente en ollas y sartenes sus brebajes mágicos, que alguien a quien luego Tomi va a presentar como El Hombre Correcto, distribuye con cierta desorganización entre las mesas. El chaleco verde, el sombrero y su verba descontrolada le dan un aire de dandy de los años 40 en un viaje psicotrópico.
Alrededor de las 22.30 comienza el show. Lebrero cierra los ojos y con el bandoneón sobre el regazo empieza el primer tema. Es un instrumental del último disco, que luego van a enganchar con “Misachicos de Cangrejillos”, de Ricardo Vilca. Está muy concentrado, cada tanto se le escapa algún gemido. Los primeros compases solamente tienen al bandoneón, y en un crescendo se le van sumando la batería y el teclado. A medida que va subiendo el volumen Tomi se pone más histriónico, gesticula, larga gruñidos, abre cada vez más el fuelle, como un torturado al que le atan las manos y lo estiran, hasta descomponerse. Por momentos se nota la ausencia del bajo que intentan disimular con un MicroKorg y, sobre todo, con el despliegue escénico de Tomi. Se lo ve inquieto. Entre tema y tema cambia de instrumento, hace algún chiste, cambia las letras. De repente, introduce una nueva canción y pone un machete con la letra sobre una mesa. Se lo dedica al hombre de chaleco verde y sombrero que hace de mozo. Es su cumpleaños. “A Jorge que me regaló porro”, dice. Ahí cuenta que Jorge es policía e introduce el nuevo hit. Se llama “Un poli” y está inspirada en el policía, que divide sus tiempos entre la “Ley y el Orden” y el bar.
El momento más alto del show es cuando se acerca al público y toca con el bandoneón sobre la mesa de algún comensal, como un punky que se arroja al público y hace mosh. El tema es “Doctorado en Santiago del Estero” y en la sección donde el tema baja se pone a recitar: “Estoy visualizando euros… Argentina… ¡No, esto es un film de fucking Polka!”. Mientras escupe las palabras el tema empieza a crecer y se acerca al climax.
Cuando el show está terminando Julio se para en el umbral de la puerta, detrás de Tomi y el escenario improvisado en la calle. Están tocando “Siete días”, de su segundo disco, que es número obligado en cada presentación. Cuando Tomi percibe la presencia del regenteador del lugar y, como un improvisador teatral, lo introduce dentro del cuadro: “Como un Andy Warhol local, como un Clint Eastwood… ¡alabanzas a Julio!”, grita eufórico. Julio se ríe y baila, se ríe y baila. Baila y se ríe. Y el cuadro se completa con los coros del público, que le dan a la escena un tinte religioso: “si el tiempo y la altura, me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar”.

SI NO ES LOCO, NO ES VERDAD
“Fui a ver a un brujo”, dice Tomi. Está recostado en su cama con la cabeza sobre algunos almohadones. Hasta último momento no me confirmó la entrevista porque estaba con dolores cervicales y vómitos. Me pide que me saque las zapatillas antes de entrar y enseguida nos ponemos a hablar sobre un tema que lo tiene preocupado: siente que la pata performática se está comiendo sus shows, que quizás sea hora de controlar a la fiera. O, al menos, dosificarla, atenuarla un poco. Reina cierto desorden en el cuarto. Hay montañas de libros sobre la mesa de luz, un viejo espejo en la pared y unos estantes llenos de esas carpetas grises que suelen usarse para acumular facturas pagadas. Pero no son facturas, sino canciones las que rebalsan las carpetas como la lechuga y el tomate de esa gran hamburguesa que representa la obra de Tomi Lebrero.  
-Me está pasando en algunos shows que crece mucho lo performático, me empiezo a cagar mucho de risa con la improvisación, que es algo a lo cual quiero ir. Pero es muy difícil con la banda. Y cuando la banda no está muy fuerte, el personaje escénico tapa a la canción. Entonces, estoy trabajando para que no me pase eso.
-¿A vos te pasa eso por fumar y salír así medio loco?
Se ríe y e imposta la voz calzándose el traje de Señora Bien, simulando indignación con la pregunta:
-No, no, no. ¡Yo nunca fumo!
Ahora se saca el traje de Señora Bien. Se pone serio y continúa:
-A todos los artistas nos pasa, tenes que afrontar esa situación y uno quiere estar más chispita. Algunos toman vino, otros fuman, otros se dan un saque. A mí, la verdad que me gusta fumar. Lo que pasa es que soy muy sensible. Fumo dos pitaditas y ya quedo muy colocado. Por momentos la gente se caga de risa y está bueno. Yo también me cago de risa. Pero a veces no ayuda. Estoy tratando de buscar los puntos de equilibrio. Que hayan temas más organizados y otros donde yo pueda delirar más, hacer eso que tampoco es que tengo que estar re puesto, re fumado, para hacerlo. Me pasó en Caras y Caretas, cuando presenté el disco, que estaba muy consciente de todo. Y tampoco está muy bueno eso a veces.
-Me acuerdo la vez que tocaste con La Nube Mágica y Botis Cromático en Caras y Caretas. Fue un recital mucho más cuidado en ese sentido, más sobrio si se quiere, que cuando tocas en lugares como el Pacha o el Bar de Julio.
-Sí, me doy cuenta también que el público que sigue al tipo de movida que hago yo, de cantautores, no quieren, como dice Charly “no quiero un loco”. Hay un punto cuando se te va mucho la mano con el loco que no sé si está bueno.
-Hay cierto mito alrededor de Tomi Lebrero como de un pibe que está medio loco, que hace cosas inesperadas en los recitales. A muchos les divierte ese perfil bufonesco. ¿Cómo convivís con esa caracterización tuya?
-Cuando uno está ahí en el escenario, o creando, es un poco un loco. Y, es necesario. Como dice Leónidas Lamborgini: “si no es loco, no es verdad”. Yo creo en cierta locura del momento y que uno tiene que llevar a la gente a otra situación en un punto. Después acá, nada, soy un tipo re normal. Pero en ese momento uno es un loco bárbaro.
Cierra la frase con una carcajada. Por momentos le cuesta girar la cabeza y se disculpa por no poder mirarme debido al dolor de cuello. Cada tanto se marea, pero jamás pierde la lucidez en la dialéctica de sus palabras.  
-Hay un loco más constructivo y otro… Yo me estaba cagando mucho de la risa con un personaje un poco agreta. Una cosa medio beckettiana, de tener el truco y mostrar el truco. Entonces hablaba mucho con los chicos en el show: “che, no puede ser que no sepamos este tema”, “no puede ser que no me sigan, ¿dónde tenes la intuición?”. Los empecé a bardear. Porque a mí me gustan los shows traumáticos, cuando ves algo traumático. Esta entrevista con la cama, me la voy a acordar más que otras entrevistas porque es una locura.
-Tendría que haber traído al fotógrafo –le digo. Más tarde cuando le cuente que escuché todos los discos de “12” en un día, va a buscar el celular y me va a sacar una foto: “¡Que maestro, boludo, te voy a hacer un monumento. Ya me puedo morir tranquilo”. A los pocos días, en un derroche de generosidad, la va a subir a instagram.
-Cuando sucede algo traumático las cosas se identifican de otra manera. Pero a mí me gusta que haya un reality cuando voy a ver una banda… ¡soy medio Moria Casán! Pero me di cuenta de que los chicos no la estaban pasando bien. Eso yo lo tomo como algo muy performático, muy escénico. Y realmente me puedo desafectar, porque lo veo como un personaje. Pero bueno, la exposición es jodida y hay personas que la llevan mejor. Y otros, a quienes verse muy expuestos, y sobre todo que expongan los errores, les pega muy mal. Por eso te dije que fui al brujo. Pero también estuve hablando con los chicos y me di cuenta de que a algunos no les copa.
Es inevitable al referirse a lo escénico no remontarse a los tiempos del Centro Cultural Pachamana, más conocido como Pacha, o la Casa de los Chasquidos. Estaba ubicado en Almagro, en la calle Argañaras, cerca de la intersección de la avenida Córdoba con Estado de Israel. Fue uno de los tantos espacios que le abrieron las puertas a la cultura en el post Cromañon: “La cosa más masiva estaba complicada, empezaron a cerrar todos los clubes y empezaban a aparecer nuevos lugares, más chiquitos. Fue una forma de replantearnos los shows”, reflexiona Lebrero sobre esa época.  Abrió en el 2005 y cerró definitivamente a principios de 2018. Fue el epicentro de varios ciclos de Tomi Lebrero y su Puchero Misterioso, donde siempre los shows eran sin amplificación. Ni aplausos. La gratificación se expresaba en forma de chasquidos. Es inevitable al hablar de lo performatico que no vengan imágenes de Tomi en el Pacha: cantando en calzoncillos o desnudo, con un cuaderno en la mano recitando o improvisando, arriba de la barra, tirándose sobre la primera fila de sillones o cantando entre el público. Esos ciclos fueron adquiriendo fama a lo largo de los años entre el público y se convirtieron en una especie de “misa lebreriana”.
-Yo me siento de esa casa, allí aprendí mucho. Sobre todo aprendí mucho sobre lo escénico. Ahora replico un poco esa energía escénica en cualquier lugar del mundo donde vaya. Es como una escuela ¿no? Como el cafetín de Buenos Aires, es una escuela de todas las cosas. Fue un escenario escuela. Ahora se extraña un poco, pero también un poco sigo replicando todo eso. Siento que en cada escenario donde voy, sea ante 12 mil personas como toqué en Japón, o un lugar en Bélgica, en algún momento me vienen imágenes de estar tocando parado en la barra del Pacha. Es un lugar que me curtió mucho.
-De alguna manera era más horizontal el escenario, estabas más integrado con el público.
-Sí, también eso genera algunas cosas. La gente te encasilla como: “ah, Tomi en el Pacha, lo tengo ahí cerca, voy a la cola del baño y está ahí”. Entonces, como que quieren a ese Tomi. Y, yo qué sé, por un lado está bueno. Y, otras veces, es un poco karmático. Porque yo quiero tocar en la Usina del Arte o en Caras y Caretas. Pero hay mucha gente que dice: yo cuando es así, tan prolijo y musical no me pega. Quieren más el bardo de estos lugares. Lo que estoy pensando que tendría que hacer es más bardo en la Usina y en el Pacha ser más prolijo.
Se queda pensando un rato, recostado entre las sábanas, buscando la palabra justa. Parece agotado después de dos horas de entrevista. Después de unos segundos remata:
-Darlo vuelta. Ying yang.

NUEVOS TRAP
En sus comienzos los géneros que sintió como más cercanos fueron el tango y el folclore. Sus dos primeros discos, “Puchero misterioso” y “Cosas de Tomi”, dan cuenta de esta identificación. Sin embargo, siempre sintió la necesidad de despegarse de esas etiquetas: “Sentía que no estaba siendo honesto conmigo mismo si me adscribía a un solo género”. Cuenta que a la hora de componer, las canciones le llegan vestidas de diferentes géneros, incluso con influencias de músicas de las cuales no es fan. En “12” hay varias muestras de esta versatilidad para componer bajo diferentes ropajes. Entre las canciones conviven géneros tan diversos como el rock, la cumbia, el reggaetón, el tango, el folclore y el trap. “Me interesan géneros que tampoco curtí tanto, que están en el aire, como el reggaetón”, dice.
Quizás sea por los años que lleva dictando el taller de canciones La Oreja Atenta, pero en Lebrero siempre hay una disposición hacia la canción, no importa bajo cual forma aparezca: “El otro día pasé por la plaza y en la calesita, viste, le taladran los oídos a los nenes con el reggaetón. Y me encantó. Me pareció una imagen patética y hermosa al mismo tiempo. Entonces dije: voy a hacer un reggaetón”. Se refiere a “Reggaetotango”, incluida en el tercer disco de “12”. Con un aire tanguero la canción empieza pintando una imagen grotesca: a través de la contemplación de su propio meo reconoce la forma de un mapa de Argentina. Y mientras transmuta en un reggaetón, sobre versos de Witold Gombrowicz, empieza a divagar sobre el triste devenir de la Argentina y sus eternas crisis. Entre las numerosas canciones del disco aparecen otros guiños a los nuevos géneros. Por ejemplo, el trap “Luna roja”, el hip hop “De qué trabaja la gente”, o la suite anti-imperialista “América”, donde condensa con acierto esos nuevos ritmos que escuchan los pibes de hoy y alcanzan millones de escuchas en youtube.   
Esta ductilidad a nivel genérico tiene algunas recompensas, como puede ser un repertorio variopinto. Pero, a la vez, tiene sus contras: “Lo positivo sería que me siento consecuente con lo que quiero expresar, pero capaz la contra es que uno no es de ningún palo, y no profundiza. Por más que trato de estudiar el folclore a full, no soy un folclorista. Trato de estudiar el tango a full y no soy un tanguero. Claramente, no soy un trapero. ¿Entonces qué soy?”. Se queda pensativo durante un rato. Y luego, se contesta a sí mismo:
-Soy un cancionista que se nutre de todas esas cosas, a veces con mayor respeto por el género, y a veces con cierta irreverencia. Porque tampoco es que me interesa esa cosa pura de los estilos. Tipo cuando vienen los chamameceros y te dicen: ‘no, el chamamé se rasguea así’. En un punto admiro y me encanta esa gente. Pero en otro punto digo: ‘uy, que pesados, quédense con sus iglesias’. Tuve tanta iglesia en mi vida que ya no quiero más iglesias.  
Cuando le pregunto si siente que hay un legado nombra a algunos nuevos grupos y cancionistas como Julio y Agosto, Adrian Berra, Nahuel Briones y Sofía Viola, que aparecieron algunos años más tarde que la primera ola de cancionistas. Pero enseguida adopta cierta modestia y se cuestiona la idea de ubicarse como referente de esa nueva generación. “A veces digo ¿legado de qué? Era algo que estaba medio en el aire. Por momentos me parece demasiado decir: el legado. Y por momentos, tampoco voy a ser ingenuo, hubo algo de mascarón de proa en lo que fuimos nosotros”. Ahora, vuelve a detenerse y cuestiona lo dicho anteriormente: “Por otro lado, me parece demasiado decir que fuimos nosotros los que los influenciamos. Siendo sincero, las influencias más fuertes creo que siguen siendo Charly García y Fito Páez para todo el universo argentino. Nosotros somos algo que aparece ahí, como un referente, pero no sé hasta que punto me siento ¡guau, qué referente!”. Finalmente, menciona al hip hop y el trap como el sonido de esta época. Y hasta sugiere la posibilidad de virar su carrera hacia ese rumbo. “Capaz que si tuviera 20 años, con la facilidad que tengo para la horda de palabras, me hubiera volcado directamente por ese lado. Me re interesa todo el mundo del trap, capaz que después de ‘12’ haga un disco entero de trap”.

LA PAJA DE SER CANTAUTOR
Ya hace seis años que empezó el proceso de gestación de “12”, cuyas primeras sesiones de grabación fueron a fines de febrero de 2017 en los estudios Mawi. El parto se está haciendo largo y a pesar de que en menos de un año publicó 10 discos, por momentos se cuestiona el sentido de la proeza. Por momentos siente que quiere mandar todo a la mierda, que no tiene sentido en este contexto cultural el oficio de cantautor, de orfebre de las canciones. Sobrevuela una pregunta en el aire: ¿todavía hay gente que le interesen las canciones? A partir de esa sensación de frustración nació “Dejemonos de fantasear con la normalidad”, inspirada en un relato del escritor uruguayo Mario Levrero. “Cuando uno está haciendo lo que supuestamente le gusta y no está ganando un mango, uno fantasea con la normalidad”, dice reflexionando sobre la canción: “Es un poco eso lo que trato de enunciar. En general, las personas que están trabajando en relación de dependencia sienten: ‘no estoy haciendo lo que es mi deseo más íntimo y profundo’. Es decir, idealizan mucho al que lo puede estar haciendo. Pero yo creo que uno es un inconformista, yo por lo menos creo que lo soy. Ahora que estoy pudiendo hacer esto, a veces digo: ‘uy, la puta madre, la verdad que el trabajo que pongo y lo que vuelve por la música es muy ingrato’. Y ahí uno fantasea con la normalidad”. Pero enseguida hace una defensa del empleado de oficina y enumera a escritores célebres que fueron trabajadores de oficina: “Levrero, Juan L. Ortiz, Kafka, Onetti, Borges… todos trabajaban en oficinas. Si uno es auténtico con su arte es muy difícil que puedas vivir al cien por ciento de lo que haces”.
En “Doctorado en Santiago del Estero”, un rock ochentoso con aires de glam, confiesa con cierta ironía, que le da paja ser cantautor, que prefiere pasar más tiempo viajando, o durmiendo la siesta, un poco inspirado en sus viajes a caballo. “Uno piensa que el oficio de cantautor es tipo: ‘si, yo soy libre, trabajo de cantautor, voy cantando…’ Sí, tiene esa parte, que es la más linda. Pero después, llegar al ensayo es un parto, todo lo que hay que hacer de promoción es un embole, todo lo que uno hace para hacer un disco y conseguir subsidios es un laburazo. Hay gente que tuvo más suerte y esas cosas se las fue resolviendo una suerte de oficina. Pero no es mi caso, yo hago todo, hago de secretario… hago todo”. Dice que ahora consiguió a alguien que le maneje las redes sociales, en lo cual se siente un “queso”. Y concluye: “Componer, tocar, ensayar, es disfrutable. Todo lo que hay alrededor son movidas burocráticas para llegar a esa situación”.
En la era del imperio de las estadísticas, no está de más mencionar algunos números sobre “12”. Hasta el momento lleva publicadas 159 canciones (todavía falta publicar el último de este “hiper-disco”, como le gusta llamarlo, que promete 50 nuevas canciones). La que tiene más escuchas es “Bolero de amor y violencia”, con 133.017 escuchas. Hay 16.222 oyentes que lo escucharon el último mes. Y hay 1.261 followers de Tomi Lebrero. Números bastante significativos, si se los compara con el resto del universo de cantautores. Cuando le menciono ese comentario en instagram en el cual se quejaba de no estar en las listas de los mejores discos del año, Lebrero agarra el guante y devuelve la pelota: “Un poco me arrepiento, no me gusta ese lugar de llorón. Siento la responsabilidad de ser agradecido, obviamente hay momentos donde uno se frustra. Pero, básicamente, creo que tengo que estar agradecido de poder hacer un disco de 200 canciones, y más o menos subsistir de lo que hago”.
-¿No sentís que en otro momento hubo un interés mayor o que se le dio más visibilidad a tu obra?
-Obviamente, que cuando uno está arrancando hay un interés nato, la gente tiene una expectativa. Pero a la vez no me voy a tirar al muere. Yo creo que todavía hay un interés. No son boludos, se dan cuenta de la persistencia, de que hay algo genuino e interesante. A veces uno no tiene que ser masivo para ser interesante.
De golpe, la conversación vira hacia esos referentes que generan mayor resonancia en los medios. Desde los nuevos protagonistas del rock indie, como Simón Poxyrran y Los Espiritus, hasta el creador del hit “Despacito” que cosecha billones de escuchas (y regalías) en youtube: “Capaz que nuestra generación está un poquitín vapuleada porque no generamos la masividad que el periodismo necesita. Para mí hay algo ahí que hay que separar, porque sino es como que Juan Fonsi… ¿Juan Fonsi es?
-No es Juan, es Luis –lo corrijo.  
-Bueno, ese… sería el mejor músico del planeta -continúa Tomi-. Y no es así. Yo creo que en nuestra generación hay musicazos, y que capaz no lograron tanta visibilidad. Pero que en realidad no tienen nada que envidiarle a los popes: a Calamaro, a Sumo, a Charly… a los grandes del rock nacional.
Mientras escribo estas líneas chequeo el instagram. Tomi acaba de publicar otra foto de la maratón. Ya falta poco. Ahora elonga, con la vincha roja y la sudadera con el número 12, debajo de unos enormes faroles ¿de la prensa? En el comentario anuncia la salida de la onceava entrega de la saga: “Así ando, estirando y juntando fuerzas para el último tramo de esta maratón que por momentos siento ridícula y por momentos me devuelve cierto sentimiento de realización”. Ya perdí la cuenta, no sé cuántas canciones son. Son muchas. Muchas. Como en la tapa de cada una de las entregas de “12”, hay una foto del viaje a caballo. Allí se lo ve a Tomi montado sobre uno de sus caballos, con un sombrero. Y detrás: el campo. De repente, me doy cuenta de un detalle en el cual no había reparado antes. En la parte superior aparecen doce líneas dibujadas, que llevan la cuenta de los discos publicados. Una larga línea blanca las atraviesa. Once ya están tachadas.

Ph. maratón: Tomás Barry
Producción de foto: Mario Nieva 

jueves, 26 de septiembre de 2019

Tomi Lebrero y la máquina de hacer canciones (Parte I)


por Manuel Bence Pieres

QUE NO CAIGA LA AVENTURA
“Esta cuestión de sacar tanto material junto por un lado es vistosa porque no mucha gente hace esto, parece de Record Guinness”, dice Tomi Lebrero, “pero por otro lado anula el material, como quien tiene la fábrica de hacer chorizos”. Y tiene razón, no hay muchos músicos que graben un álbum duodécuplo. Él mismo confiesa que tuvo que ir al diccionario. Según la RAE: que contiene un número doce veces exactamente. La nueva obra de Lebrero tiene 12 discos, todo un record. En la era de lo instantáneo, del hashtag y los influencers, donde el Long Play parece demodé, hacer un álbum de más de 200 canciones es todo un gesto. Es probable que él mismo no se imaginara la dimensión de la hazaña cuando comenzó con este proyecto. Pero como canta en “Adventures”, canción incluida en la cuarta entrega del disco: “que cae, que rueda y si rueda que no caiga la aventura”.
Ahora sentado sobre el sofá del PH donde vive en Chacarita, a pocas cuadras del cementerio, se queja de los dolores que lo afligen. Hace un mes se cayó del caballo y se lastimó un brazo. El dolor le impedía tocar la guitarra y el bandoneón con normalidad, entonces empezó a hacer kinesiología. Justo cuando parecía estar recuperándose, chocó con otra bicicleta mientras andaba por la bicisenda. Y fue volver a empezar de nuevo. “Creo que me hice mierda un pulmón”, dice. Y bromea: “¡por ahí es mi última entrevista!”. Va a ir al médico, tiene que terminar con esta maratón. Fueron casi seis años entre grabaciones, ensayos, carpetas llenas con letras de canciones, idas y vueltas, planillas, colas en oficinas del Estado, nuevas canciones que iban apareciendo y no podían quedar afuera. Fue una verdadera maratón, interminable. Esto está muy bien representado por las imágenes promocionales del disco, que lo muestran en cuclillas, con vincha roja, ropa deportiva y su distintivo rostro barbado, dispuesto a comenzar la carrera.  Ya lleva publicados once discos de la saga que comenzó a subir a spotify en septiembre del año pasado bajo el título “12”. Todavía le falta uno y, a pesar de tantos contratiempos (“su centauro está fisura”), trabaja a contra reloj para ponerle broche a su obra antes de octubre. 
¿Pero por qué no hace más ruido la aparición de una obra de semejantes características? A fin del año pasado, cuando las revistas especializadas suelen sacar sus listas con los mejores álbumes del año, publicó en instagram: “Veo las listas de los discos del año y no estoy en ninguna. ¿Ni una mención a un disco de 160 canciones que va saliendo mes a mes?”. La imagen que acompañaba el texto mostraba el fin de la maratón: Tomi acostado en el pasto, sin aire, fusilado, con los brazos abiertos. En “Milonga pa’ San Carlos”, del cuarto disco, se repite el reclamo en forma de payada: “Yo que soy cantautorzuelo/también he tenido que trabajar para alguna estrella de turno/o para algún periodista onda Rolling Stone, Inrockuptibles/Y poco han hecho, che/en 13 años ni una sola nota”. Pero Tomi está orgulloso de su obra, de cada uno de sus discos, a pesar de por momentos no generar la resonancia que espera en la prensa. “Hay momentos de desesperanza”, dice. Luego imposta la voz, como poniéndose el traje de alguien con aires de estrella de rock: “Ah, yo siempre compuse mucho, soy un genio, los temas me salen…”. Ahora hace una pausa, y se desinfla: “No es así. Tenes que vivir mucho, caminar mucho, darte contra las paredes muchas veces, para sacar un pedacito de emoción. No es que los temas me salen así: ‘ay, que loco estoy’. Hay mucho esfuerzo puesto en los discos”.

No hay demasiados precedentes de un álbum como “12”. Cuando se terminaba el último milenio Andrés Calamaro se encerró en su departamento con una portastudio y le dio vida a “El salmón” (2000), un disco quíntuple. Fue Jano Seitún, amigo y socio musical de Lebrero desde la infancia, el que en broma bautizó al disco como “La trucha”, en alusión a la obra de Calamaro. Sin embargo, cuando habla de su disco Tomi prefiere despegarse del ex Abuelos de la Nada.
-El disco en un momento se iba a llamar “La trucha”, pero me pareció que era hacerle demasiada honra al disco de Calamaro. Así que elegí un título más anodino. Me costó mucho encontrar un título para la obra. Finalmente, entre el diseñador y mi primo me ayudaron, y llegamos a este. La idea era un poco eso, llegar a un título más neutro.
-¿De dónde surge la idea de hacer un disco tan largo?
-En el 2008 empecé a dar talleres de composición junto a Jano. Y ahí comencé a tener otra relación con la canción, porque pasé de sólo componer a una instancia de analizar más la canción y corregir. Paralelamente, yo siempre compuse mucho. Y en el 2015, Lucila Pivetta, una amiga, bajista del Puchero, hizo un proyecto que era sacar una canción por día durante 100 días. Me acuerdo que pensé: ¡qué hija de puta Lu! ¡Yo quería hacer algo así! Entonces me puse a pensar: yo puedo hacer algo así… ¡tengo 100 canciones en el cajón! Así que busqué elevar la apuesta. Porque ella solamente filmaba un video y lo subía.
-La producción es bastante cuidada a pesar de la extensión del disco.
-Por lo menos está a la altura de mis otros discos. Cada canción tiene su razón de ser. Hay algunas que son más bien separadores, más experimentales. Era un poco lo que buscaba en una obra tan larga. Así y todo, me parece que todos los temas tienen su razón de ser. “El salmón”, que es otro disco largo, tiene ese espíritu más de ready make. Si bien tiene cosas alucinantes, a la misma vez se nota que es un disco de tres meses, de tres amigos tomando falopa. Tiene cosas brillantes, pero varios momentos muy descuidados. Me parece que ese no es el espíritu de “12”.
Para explicar las características de su nueva obra tiene que recurrir a analogías impensadas. Le gusta citar a otros compositores, músicos o escritores famosos. Pero ahora, extrañamente, se sirve de la nutrición: “A mí me interesa siempre armar platos balanceados. En un momento me copé con la macrobiótica, que dice que en el plato debe haber un tanto de cereal, un tanto de verdura, otro tanto de proteínas… Acá en estos 12 discos que estoy armando, quiero que haya temas más arreglados y establecidos, otros intermedios, otros más readymake, improvisaciones”.
De la macrobiótica pasa a citar a alguno de sus compositores predilectos: “Javier Krahe dice que a él le gusta contar historias y que no le pidan otra cosa. A mí no. Yo tengo una tendencia hacia lo narrativo, me copa mucho lo narrativo dentro de la canción, casi todas mis canciones son como cuentitos. En ese sentido, tanto Brassens como Krahe me pegaron mucho. Pero también hago esfuerzos para ir hacia temas diferentes a lo narrativo”. De golpe se jacta de que en “Gualeguay”, uno de sus temas más conocidos, no impera lo narrativo. Y hace un análisis de la letrística del rock nacional: “En Argentina no hay tanta tradición narrativa. Si bien están Peperina, Cachito, 11 y 6, lo narrativo no es lo que prevalece en el rock nacional”. 
Hay una experiencia lebreriana que pareciera más asociada al vivo. Ahí predominan la espontaneidad, la improvisación y cierta locura que completan The Lebrero Experience. Aspectos que a priori serían difíciles de trasladar al disco. Sin embargo, hay algo de eso que puede percibirse con la escucha de “12”. Cuando se lo comento, en nuestro primer encuentro, Tomi se alegra de la crítica. Por momentos parece cansado y se agarra el brazo que se lastimó domando a un potrillo en la estancia familiar, en Dolores. “Hay un poco una cristalización del estilo”, dice. Hace una pausa y vuelve sobre sus propias palabras: “que duro decir cristalización del estilo, porque no hay nada peor que cristalizar el estilo. Pero bueno, hay algo de clasicismo lebreriano si se quiere”. Luego confiesa que recibe reclamos de parte de la audiencia, que le piden que sus discos suenen más parecidos al vivo. “Es muy difícil, mis shows son muy performáticos”, sostiene. No está tan seguro de que eso se vea reflejado en este disco, pero le gustaría satisfacer el pedido de su público. “Probablemente después de ‘12’ me mande a hacer algo así más en vivo, más performático”. Finalmente, rechaza mi tesis, a pesar de haber celebrado la crítica hace tan sólo un instante: “Este no es así, es más un disco de estudio”.

HAY OTRA CANCIÓN
Tomi Lebrero asomó la cabeza en la escena cultural porteña en 2005, con la publicación de su primer disco “Puchero Misterioso”. Eran momentos en los que el horizonte del rock se había achatado y parecía haberse quedado sin nada para decir. En medio del furor del rock barrial aparecieron un grupo de cantautores que sí tenían algo para decir y que habían tomado como bandera bajarle el volumen a la escena musical. Había una necesidad de una nueva canción que representara a esa generación. Esa canción ponía el foco sobre las letras y recuperaba el interés por lo acústico, además de abarcar de manera desprejuiciada diversos géneros. En medio de todo eso a Pablo Dacal se le ocurrió escribir un manifiesto, a modo de panfleto, que expresara esa grieta que se había generado, al cual tituló “Asesinato del rock”. Un poco a la manera de los surrealistas de los años 20, o del movimiento del Nuevo Cancionero, que reformó el folclore en los años 60, Dacal resumió en un un par de puntos lo que muchos sentían sobre el género: que no representaba a esta generación, que se había vuelto conservador, que estaba falto de ideas y que había que encontrar nuevos canales de expresión.

Al mismo tiempo que presentaba su primer disco en el MALBA, con su grupo el Puchero Misterioso, Lebrero empezó a vincularse con otros cantautores, junto con quienes marcaría el pulso de la escena de los siguientes años. Fue Gustavo Álvarez Nuñez -poeta, editor y director de la revista Les Inrockuptibles-, quien le sugirió a Dacal que escuchara lo que estaban haciendo Tomi Lebrero, Pablo Grinjot y Jano Seitún, que había empezado a presentarse bajo el seudónimo de Alvy Singer. Así lo recuerda Grinjot: “Primero me invitó a mí a cenar y la conocí a Tálata Rodríguez, que estaba en pareja con él. Ahí me habló de Tomi y Jano, pero lo loco es que el gesto de convocatoria lo hiciera Pablo Dacal, porque Jano, Tomi y yo ya nos conocíamos de antes de acá, de zona norte. No se nos había ocurrido juntarnos, pero hubo otro de afuera del círculo que nos convocó y salió natural. Era obvio que nos teníamos que encontrar, que había que hacer algo juntos”.
Jano Seitún había formado parte del primer grupo de Tomi, Mona Lisa, cuando todavía iban al colegio. Luego, durante un tiempo, siguieron rumbos diferentes. Jano tuvo sus años de fascinación con el jazz, empezó a estudiar contrabajo y formó parte de la Orquesta Académica de Tango del Teatro Colón. Al mismo tiempo, Tomi se compró un bandoneón y empezó a estudiar con Rodolfo Mederos. Fueron varios años donde se sumergió en el universo del tango, se unió a la Orquesta Típica Fernandez Fierro, y hasta hizo un par de giras por Europa acompañando a un ballet junto a un seleccionado de jóvenes bandoneonistas armado por Mederos. Después de esos años de formación académica (y no tanto), la canción los volvería a juntar. “A Tomi siempre lo tuve cerca, me daba cuenta de que él estaba haciendo un proceso similar al mío, pero desde un lugar más tanguero. Él también empezaba a juntar ese mundo de la canción que traía desde chico, pero que lo tenía de alguna manera postergado, con esos estudios que estaba haciendo sobre el tango. Y, de repente, escuchamos de otro loco que hacía algo parecido con la música clásica, que era Grinjot, que tocaba con una orquesta de cuerdas. Y él nos contó de Dacal que hacía algo parecido, pero con la onda de la chanson francesa”, recuerda Jano. “Había mucha efervescencia”, dice Tomi al rememorar esos comienzos: “cada uno dentro de ese grupo tenía un poco su característica. Jano tenía su Big Band que era más jazzera; Dacal estaba con la Orquesta de Salón que era más como una fanfarria, más balcánica, con instrumentos muy diversos; Grinjot tenía un fetiche más clasicón, más académico, con violines; y yo tenía un fetiche más criollo y tanguero”. 
La primera formación del Puchero Misterioso tomaba como modelo a las antiguas orquestas de tango. Estaba formado por Acha Ludeña en contrabajo, Ramiro Miranda en violín, Mariano Heler en guitarra y Lucas Argomedo en cello. Justamente fue esa tendencia hacia lo acústico una de las cosas que hizo que Tomi se identificara con Dacal, Grinjot y su amigo de la infancia, Jano Seitún: “Lo común con los cuatro proyectos es que eran formaciones bastante acústicas, con instrumentos muy propios del rock. Si bien todos teníamos una formación rockera de cuna”. Pero los géneros que abarcaban sus canciones le escapaban al rock puro y no tenían escrúpulos en meter todo dentro de la licuadora: “Una generación antes era: sos rockero o sos tanguero, como que había una decisión. Nosotros creo que fuimos la primera generación en decir: nos interesan las letras, los instrumentos acústicos. Había un cambio de paradigma, sobre todo viniendo después de los 90 que fueron muy rockeros, muy grunge, con bandas como Suarez o Giradioses”, reflexiona Tomi.
Durante los años 90 Pablo Grinjot colaboró como violinista en algunas bandas del under porteño como Jaime Sin Tierra y Me Darás Mil Hijos. Sin embargo, a la hora de armar su proyecto solista, se orientó por una formación despojada de instrumentos eléctricos: “Encontramos que todos tocábamos con cajón peruano y ninguno con batería, todos con contrabajo… ¡guau bingo! Encontramos a nuestros socios ideales”, recuerda sobre esas reuniones seminales en las cuales se plantearon las diferencias con lo que estaba sonando: “Yo creo que nosotros fuimos una reacción contra el rock garage, no una reacción violenta o negativa. Quiero decir, cuando te plantas lo primero que haces es plantear una distancia con lo que hay”. En esas primeras reuniones, también se establecieron algunas similitudes: “Nos sentíamos un poco filiados a Drexler y a Kevin Johansen, así como a los Reincidentes y Mil Hijos. Pero por más filiados que estábamos, no queríamos parecernos ni a uno, ni a los otros”, recuerda Grinjot. Kevin Johansen no paraba de sonar en las radios con el hit “Down with my baby”, mientras que Drexler había ganado un Oscar en 2005 con la canción “Al lado del río”. Era inevitable la comparación, por el sonido despojado de las canciones. Pero ellos no se sentían parte de la misma corriente: “En todo caso éramos seguidores de los mismos proyectos”, explica Grinjot: “quizás ellos eran hermanos mayores”. Tomi recuerda con cierto desparpajo la comparación de la cual se sentía víctima: “Nos sentíamos bastante punta de lanza. Había algunas referencias, pero capaz no las conocíamos tanto. Casi te podría decir que fue una casualidad que por esos años aparecieran Kevin Johansen, Axel Krygier… pero ellos no nos habían influenciado. Me acuerdo que yo tocaba y me decían: ‘ah, me haces acordar a Kevin Johansen’. Y yo decía: ‘¡la puta madre, la verdad que no!’ Está todo bien, pero no es que yo había escuchado a Kevin, era una cosa más generacional”. 
En septiembre de 2005 se presentaron por primera vez como colectivo de cantautores. Fueron dos conciertos en el emblemático Teatro Margarita Xirgu, que promocionaron con el título “Cuatro Solistas con Orquesta”. El flyer que promocionaba el show mostraba a los cuatro “solistas” empilchados para la ocasión: Jano vestido con un traje blanco, Tomi con una túnica blanca que le daba un aire de profeta, Grinjot de chaleco y camisa blanca, y Dacal con una campera verde oliva.
-Eran para las postales y para unos afiches –recuerda Pablo Grinjot -. Incluso, en vivo tocamos con esos trajes. Tálata trabajaba de asistente de Vicky Otero, una diseñadora de indumentaria. Entonces Vicky nos hizo la ropa y nos cobró sólo la tela. Nos hacían la gamba, nos hacíamos gamba entre todos. Se prendía todo el mundo.
En la elección de la sala, un viejo teatro de ópera ubicado en San Telmo, influyó la apuesta por compartir sus canciones apoyados en sus orquestas, y de forma acústica: “Le buscamos la vuelta para que sea una amplificación mínima”, recuerda Jano. “Me acuerdo que no había amplificación individual, sino que había unos micrófonos más ambientales que tomaban un poco lo que eran los ensambles. Creo que había un micrófono siempre para el cantante, y dos condenser más ambientales para que tomaran la banda. Y está bueno, porque también de esa manera vos ensayas realmente sabiendo lo que va a escuchar la gente, aprendes a hacer la mezcla vos”. Se habían tomado muy enserio aquello que decía Atahualpa Yupanqui, en su libro “El canto del viento”, publicado en 1965: “Pareciera que la guitarra, cuanto más se acerca a los micrófonos, más se aleja de la tierra y sus misterios”. Había que alejarse de los micrófonos.
Era habitual que estuvieran como invitados en los conciertos de los otros. Mientras tanto iban apareciendo otros cantautores que se sumaban a la movida: Lucio Mantel, Nacho Rodríguez, el Gnomo, Alfonso Barbieri, Juanito el Cantor, Ezequiel Borra, entre otros. En octubre de ese mismo año el cuarteto de cantautores organizó un ciclo en la Alianza Francesa donde homenajearon a músicos franceses como Georges Brassens, Serge Gainsbourg, Erik Satie y Georges Bizet.
Dentro de esa búsqueda de identidad había algo en el nombre que no los conformaba. Por eso cuando se volvieron a presentar en 2007 en el Teatro IFT, en el Abasto, lo llamaron “Ciclo de Cantautores con Orquesta”. De todos modos, el término “cantautor” tampoco terminaba de convencerlos. “Tal vez esa palabra no nos definía tanto porque tenía una connotación medio Paz Martinez, cantautor español. Como que singing songwritter suena un poco más elegante. Pero, no sé, elegimos cancionistas”, recuerda Tomi. Fue Dacal el que acuñó el término que luego el periodista Martín Graziano utilizaría en su libro “Cancionistas del Río de la Plata”, publicado en 2011, para aglomerar a toda una generación de músicos. “Yo igual uso todos”, se defiende Tomi. Aunque aclara: “si hay una tribu en la que me siento más ‘estos son mis pares’, es en esta de los cancionistas”. A Grinjot la palabra lo remite a un género de carácter menor: “Cantautor tiene cierta connotación, esa cosa como que vas a un bar y hay un tipo con los parlantes cantando unas canciones que por ahí son malísimas. Hay un género cantautor que me parece un poco más ramplón. Nosotros creo que éramos un poco más joyeros de la música”. A Jano también le hacen ruido la utilización de esos términos: “A veces esas palabras denotan cosas con las que uno no se copa tanto. A mí todas en general me tiran reminiscencias raras. Cantautor me suena a un bajón y solista me suena a Iván Noble o a Ciro y los Persas. Son palabras difíciles”.
En el 2012 el movimiento de cancionistas tuvo su momento de mayor popularidad. Al cuarteto inicial se le sumaron Nacho Rodríguez, Alfonso Barbieri y Lucio Mantel, para hacer un show con orquesta en el Teatro Coliseo. Al concierto lo promocionaron con el nombre de una canción de Fito Paéz: Hay otra canción. Y el rosarino fue el invitado estelar de la noche. Había allí un mensaje que condensaba la importancia de esta generación, que le había dado un aire nuevo a la música argentina. La escena había cambiado mucho desde 2005, pero había una sensación de misión cumplida. “Había una especie de mito con respecto a esos dos ciclos que habíamos hecho antes y se quería hacer eso, pero más grande”, recuerda Grinjot sobre la propuesta que recibieron de parte del productor Marcelo Ramos. “Lo del Coliseo más que un revival siento que fue el punto más alto de todo ese recorrido”, dice Jano al evocar esa presentación a sala llena: “Dacal estaba con ‘Las guitarras del tiempo’ que para mí es uno de sus discos más lindos, Tomi estaba con ‘Me arrepiento de todo’. Cuando miro para atrás hay un recorrido que arranca en el Xirgu y tiene su climax en el Coliseo. Junta todo eso que nosotros hacíamos de manera artesanal y lo lleva a una cosa esplendorosa, como de calle Corrientes, pero en la calle Marcelo T. de Alvear”, dice Jano y se ríe de su ocurrencia.
Sin embargo, hay sensaciones encontradas al evocar, no sin cierta nostalgia, esos momentos de efervescencia. “Tengo recuerdos lindos de esa noche”, dice Jano: “igual, no sé, digo que fue un momento alto de Tomi, pero siento que Tomi ahora está en un momento altísimo. Lo que está haciendo este año es histórico… ¡el chabón está haciendo un disco por mes! ¡Y de ese nivel!”.
Cuando le pregunto por ese momento de su carrera, Tomi intenta evitar la idealización del pasado o la saudade. De pronto, empiezo a notar cierta incomodidad con respecto a mi intención arqueológica. Prefiere hablar de su nuevo disco, teorizar sobre la canción o contarme de sus próximos proyectos. Finalmente, adopta un tono serio, y dice:
-Siento que son difíciles esas cuestiones de juntar tanta gente y de ponerse todos de acuerdo como movimiento. Yo creo que todos tenemos sentimientos encontrados con eso. Por un lado te sentís parte de un colectivo, y por otro lado uno siente la particularidad de uno. Entregarte a un colectivo, someterte a ciertas reglas, yo qué sé. Creo que somos todos demasiado anárquicos para hacer un movimiento como de golpe puede haber sido el surrealismo”.  

EL CAMINO TE HACE BIEN
-Creo que me hice mierda un pulmón. El lunes voy a ir al médico.
-¿Cómo estás del brazo? –le pregunto.
-Me hice mierda, boludo. Venía re bien, re aplicado, curándome, y retrocedí veinte casilleros al caerme de la bici.
Ahora en el living del PH en Chacarita, con dos gatos custodiando atentamente sus palabras, cuenta como fue el accidente mientras intentaba domar a uno de sus potros: “Me caí re hippie, medio citadino. Me sacó la ficha el caballo. Yo estaba ahí en cuero y el caballo estaba muy salvaje”. Cuenta que en el último tiempo se enganchó con la doma racional, que busca adiestrar al animal de forma positiva, prescindiendo de la violencia.
En el 2012, luego de publicar su disco “Fraude”, inició un viaje a caballo desde Dolores hasta los Valles Calchaquíes, en Salta. El producto de ese viaje fue la horse movie “No va llegar”, que se estrenó en el BAFICI en 2015. Allí nacieron muchas de las canciones que aparecen en “12”: “Hay muchos temas del disco que tienen que ver con la vivencia de ese viaje”, dice. “Fue un viaje muy inspiracional en algún punto. Tenía mucho tiempo al estar viajando, tocaba mucho el ukelele y de manija que soy me puse a componer bastante”. Una de las historias que resalta como anécdota, es la de “Yanasu”, que compuso en Salavina, un pueblo en la provincia de Santiago del Estero, mientras contemplaba el nacimiento de la cría de uno de los tres caballos que lo acompañaron en su periplo.
-Una de las yeguas venía preñada. No lo sabía, pero obviamente en un momento me avivé. Fue muy lindo porque yo tenía una cámara y como estaba muy presente el proyecto de la película, quería filmar el nacimiento. Me levantaba muy temprano, tipo cinco y media o seis de la mañana.
Lo que ocurrió, finalmente, fue que un día se despertó y la yegua ya había parido. Fue un 5 de septiembre, mismo día que el nacimiento de su admirado Werner Herzog, como señala la letra. Lo bautizó Yanasu, que significa amigo en lengua quechua. Y ese fue también el nombre de la canción que hizo mientras le imploraba al animal recién nacido que se pusiera de pie: Yanasu, amigo, vamos, parate, parate, que esta primavera trae tu nombre…  
-Fue una emoción, salió ese tema que es con el que abro el primer disco. Es una canción especial, uno tiene muchas canciones, pero hay algunas que brillan por sí solas. Es más positiva. Yo siempre soy más refunfuñon, y esta es más Paul McCartney, tipo “Let it be”. Tiene una energía más arriba.
No fue el único viaje que hizo en los últimos años. Ya lleva en su haber cinco giras por Japón, dos por Europa, sin contar la gran cantidad de presentaciones a lo largo de la Argentina y otros países de América Latina.
-¿Cómo surgió tu relación con Japón?
-Lo de Japón apareció por Nico Falcoff, un productor argentino de un sello bastante chico de Japón llamado Taiyo Records, que le mandé unos discos. Yo creo que le interesó mi perfil, ver que era un tipo bastante ecléctico que tocaba el bandoneón. El tocar un instrumento tan representativo de este país era una carta a favor que tenía. Y la verdad que todos los pasos que di en Japón fueron buenos. Tuve un enganche con los japoneses, que en cada viaje se fue retroalimentando. No te voy a decir creciendo enormemente... Hay gente que tiene la sensación de que: ‘ay, fui a Japón y la rompí, y lleno estadios’. Pero es re difícil Japón también. Hoy por hoy el asunto de la subsistencia de la música cambió mucho, es muy boutique y muy difícil en todo el mundo.
-¿Esa relación nació en un momento donde había un interés especial por la música rioplatense: el tango, el candombe?
-El interés de Japón por el tango es mucho más viejo, de los años 50 o 60. También con el folclore y, especialmente, Atahualpa Yupanqui. Eso siguió por muchos años y hay un resabio de eso, se sabe que es el tango. Pero Japón es un país que se interesa por todos los lugares del mundo. Ellos llaman “otakus” a los especialistas, los freaks y enfermos de. Hay otakus de Suecia, de Argentina, de Brasil, Cuba, Chile, etc.
-¿Pero tu enganche con Japón pensas que vino por el lado del tango?
-De mi público japonés muchos no saben que es el tango, no tienen ni idea. Yo entré más por el lado del cantautor. Se dan cuenta que hay algo folclórico, algo que no es rock n’roll. Pero mucho no se enganchan por ese lado. ¡Les interesa Tomi Lebrero! Ese personaje ecléctico que junta músicas.
Mientras hablamos de Japón, se le ilumina el rostro, se entusiasma. Fueron muchos viajes por el país oriental, donde enseguida se le despertó una curiosidad desmedida por su gente y su cultura: “El japonés tiene una idiosincrasia bastante parecida a la nuestra. Es un país que no es central y tiene esa cosa de estar mirando a Estados Unidos y Europa, igual que nosotros. Y también les llama la atención el hecho de que somos opuestos en el mapa geográfico. Eso les atrae, a ellos les gusta lo raro, somos un poco raros para ellos. Somos the ground of Japan. El suelo de Japón. Y ellos son mi suelo también. Somos los opuestos: ellos son super aplicados y nosotros somos un desastre. Y por otro lado tienen ciertos problemas sociales, a nivel relaciones, que acá no tenemos ni en pedo’’.
La tercera vez que viajó a Japón fue por invitación de Quruli, una banda japonesa que había conocido en un viaje anterior: “La primera vez me invitaron a un festival y después a tocar con ellos como supporting musician.” En esa oportunidad tocaron una canción de la banda llamada “Bremen”, compuesta por uno de sus miembros, Shigeru Kishida. Entonces, esta vez Tomi quiso llevarles un regalo y se le ocurrió hacer su propia versión de la canción. De ahí surgió “Krefeld”, que aparece en la quinta entrega de “12”: “Empecé a cantar este tema, hice una adaptación para bandoneón, pero no quería hacer una traducción del tema. Entonces me lo apropié”.  En esta canción, acompañado solamente por el fuelle, Lebrero cuenta la historia del nacimiento del instrumento en Alemania, en Krefeld, un pueblito a 70 kilómetros de Bremen. “Dije corro la brújula 70 kilómetros y le cambio el título a la obra”, recuerda sobre el origen de la canción: “Así que cuenta la historia de este demiurgo, inventor del bandoneón, que era un instrumento que tenía fines proselitistas”.
De golpe la conversación lleva a hablar del público, esa entidad tan sagrada como enigmática para el artista. Se acomoda en el sillón mientras intenta buscar una definición acertada: “En todos lados el público es jodido, pero acá es diferente porque, viste, it’s my people”. Ahora recurre a una anécdota del director estadunidense John Nicolas Cassavetes para explicarse: “Lo querían llevar a que dé entrevistas en Europa, para Cahiers du cinema, que es la revista de cine más importante, y decía: no me interesa hablar, yo hago cine for my peolpe. Como los personajes de sus películas que siempre son obreros. Yo en un punto tenía una postura medio cassavettiana. Por momentos me preguntaba: ¿qué hago tocando en Japón? No es mi gente. Y después lo empecé a pensar un poco mejor y, en realidad, mi gente es cualquier persona que se pueda emocionar con mi música. Cualquier persona que le llegue mi música it’s my people. Acá siento que hay gente que se copa, que le llega mi mensaje. Y en Japón, he visto a personas llorar en mis shows. Capaz que la pata más fuerte de mi música es lo letrístico, sin embargo hay algo que les llega, los traspasa. Y bueno, it’s my people”.  

Ph. maratón: Tomás Barry

Produccion de foto: Mario Nieva


miércoles, 3 de agosto de 2011

Midnight in París

1. Las películas de Woody Allen no son nada sin jazz, una rubia inocente y bella como protagonista, una hermosa ciudad de escenografía y una acompañante que valga los sesenta pesos de entrada. 2. Si es deprimente ir sólo al cine, más deprimente es ir con tu hermana y pagar el Pack Parejas para que salga más barato. 3. Si eso era deprimente, más aún lo es que a los cinco minutos de película aparezca una hermosa pareja y te digan que esos son sus asientos y te tengas que mudar a la segunda fila. 4. Si estaba con mi novia ni en pedo dejaba que me saquen el lugar así, pero en esta circunstancia ¿para qué recibir una trompada? 5. Debería prohibirse por decreto que existan las primeras filas de los cines o, por lo menos, debería existir un seguro para espectadores que cubra tortícolis y producción de ceguera. 6. Está claro desde el título que Midnight in París es una película sobre París. Si es que existe el género film de ciudad, Woody Allen ha incurrido en él más de una vez en su profusa y extensa filmografía. Las ciudades han sido protagonistas no menores de sus mejores películas. Desde la inolvidable Manhatan (1979) hasta Vicky, Cristina, Barcelona (2008) y Match point (2005), donde dejó atrás su amor por Nueva York para hacer culto del Viejo Continente. Los primeros planos de Midnight in París confirman lo que sugiere el título: postales de los lugares emblemáticos de la ciudad del amor. 7. Gil Pender, genialmente interpretado por Owen Wilson, es un guionista de Hollywood y mediocre escritor que viaja a París de vacaciones con su novia Inez (Rachel McAdams), con quien está comprometido, y sus insoportables y desconfiados suegros. 8. La pareja recorre museos de París junto a Paul (Michael Sheen), un antiguo compañero de facultad de Inez, a quien Gil no se banca porque el tipo sabe un montón de arte y habla hasta por los codos. En un momento tiene una discusión con una guía sobre la historia de una pintura. La guía es Carla Bruni y es obvio que fue una incorporación de último momento para que lo dejaran filmar tranquilo en la ciudad o una gestión especial del presidente Sarkozy. Su papel es insignificante dentro de la trama. 9. Para colmo la novia de Gil está re caliente con el pedante de Paul. Así que una noche cuando iban a ir a una fiesta decide volverse sólo al hotel. En la caminata de vuelta se pierde por las angostas calles de París y se sienta en las escalinatas de una iglesia a descansar. Ahí va a aparecer un auto antiguo, una especie de Delorean versión retro, que lo va a transportar hacia los años veinte. 10. Hay más chances de que Funes Mori meta un gol en River de que Woody Allen meta efectos especiales en una película. 11. De pronto el personaje encarnado por Owen Wilson se encuentra en una fiesta, que al principio parece una fiesta de disfraces ya que todos están vestidos de forma extraña. Cuando se entera de que sus interlocutores son Scott y Zelda Fitzgerald va a darse cuenta que está en los años veinte. 12. A partir de entonces va a hacer el viaje todas las medianoches cuando suenan las campanas de la iglesia y va a tener encuentros con Ernest Hemingway, Pablo Picasso, el pianista Cole Porter y los surrealistas Salvador Dalí y Luis Buñel, entre otros. 13. En uno de esos viajes se va a enamorar de Adriana, interpretada por Marion Cotillard, una especie de groupie de los años 20 que es amante de Picasso, Hemingway y también lo fue de Modigliani. 14. Uno de los momentos más graciosos del film es cuando les cuenta a los artistas surrealistas que está viajando en el tiempo y que está enamorado de una mujer de otra época. Dalí y Buñel no dudan en creerle y comparan su relación con un rinoceronte. 15. Desde las coplas de Jorge Manrique (“cualquiera tiempo pasado fue mejor”) hasta Spinetta (“mañana es mejor”) ha estado presente en el hombre la pregunta sobre si existe un tiempo ideal. Solemos pensar que todo lo mejor ya pasó. Nos perdimos el hipismo, los Beatles, Pescado Rabioso, Maradona. Pero también zafamos de la dictadura, del servicio militar obligatorio y de las películas de Palito Ortega. No nos podemos quejar. Igual hubiese estado bueno ¿no? 16. Pocas veces Woody Allen ha incurrido en el género fantástico. En Sleeper (1973), una película sobre un hombre que era congelado por error y despertaba 200 años después, satirizaba la temática futurista muy difundida por esos años. Más tarde, en 1985, volvió a incurrir en este género con una de sus mejores películas, La Rosa Púrpura del Cairo, donde un personaje se salía de la pantalla y se enamoraba de una de sus fans en el contexto de la Gran Depresión. De todos modos aquí Woody Allen no deja de discurrir sobre sus temas favoritos: el amor, el sexo, las relaciones, las enfermedades, el arte, etcétera. 17. Owen Wilson le es a esta película lo que Ricardo Darín le es a cualquier película argentina: cualquier película con su nombre en cartel es éxito garantizado. Más allá de haber conseguido de esta manera su mayor éxito de taquilla en años, la interpretación del simpático actor de Hollywood es la mejor desde que Woody, por una cuestión de edad, dejó de interpretar a sus personajes. Atrás quedaron las no tan felices participaciones de Will Farrel, Larry David y Jasson Biggs. 18. Algún día nos íbamos a cansar de Scarlett Johansson. 19. Nunca de sus tetas. 20. No da terminar un post con la palabra “tetas”. Así que les recomiendo que vayan a ver la película de Woody Allen. Si es acompañados, mejor. Y sino, por lo menos, procúrese encontrar un buen asiento.

jueves, 7 de julio de 2011

La culpa es de Aguilar

La selección argentina, la que jugó hoy contra Colombia y que viene jugando desde hace un tiempo contra rivales cuya entidad futbolística se desconoce, es la representación exacta de la posmodernidad. La vida no tiene sentido, da todo lo mismo: ganar, perder, empatar, jugar bien, jugar mal. Total después nos vamos a morir todos igual. Los jugadores argentinos parecen preguntarse mientras corren detrás de la pelotita aquello que se preguntaba el personaje de La nausea mientras arrojaba piedras (no era un barrabrava). ¿What the fuck is it? ¿Tiene algún sentido la vida? ¿Por qué estamos todos postrados frente al televisor mirando esto? Lennon diría: la vida es eso que sucede mientras estás ocupado mirando un partido de fútbol.

Pero Batista es el técnico de la selección, entonces el tipo se levanta y tiene que armar un equipo de fútbol. Quiero jugar como el Barcelona, piensa un día. Otro día cambia de idea y decide, tal vez por fatalidad, que su equipo no va a jugar como el de Pep Guardiola que a propósito tiene nombre de palitos. Lo mismo sucede cuando decide convocar a Tévez, que antes no entraba dentro de sus planes porque era 9, pero ahora está y juega de 11, de 9, de lateral, sólo le falta jugar de arquero. En fin, el equipo carece de cualquier tipo de idea, no se sabe bien a qué juega o a qué quiere jugar o si acaso quiere jugar a algo. Hasta mi vieja se dio cuenta de que Tévez no puede jugar por la banda. Todavía no se entiende cuál es la idea de poner tres números cinco (¿Masche estaba deprimido?). Messi supuestamente es el conductor del equipo pero la cámara lo enfocó más veces al papá que estaba en la tribuna comiéndose las uñas. Es tan grande el asombro que produce este equipo que la gente no sabe qué carajo hacer, si alentar, si putear, si silbar, si entrar a la cancha y pegarle patadas a los jugadores pidiéndoles que pongan huevo. Estaba tan desconcertada la gente que en un momento empezó a cantar “Olé, olé… Diego, Diego…”. Estuvo bueno porque el partido era tan aburrido que por lo menos matamos el rato discutiendo si los cantos eran para Messi o para Batista. En otro momento del partido el espíritu de un plateísta de River se adueño del público que empezó a cantar al unísono: “Pongan huevo jugadores, la concha de su madre, que no juegan con nadie…”. Basta. Es obvio que la Copa América no le importa a nadie. Hasta las propagandas son malísimas. Hay una de un tipo que se confunde y se mete en la tribuna de Brasil, entonces hay un gol de su equipo y no puede evitar gritarlo. Y para que no lo caguen a trompadas hace de cuenta que estaba llamando al cocacolero. Pero es tan mala que no tiene sentido explicarla. Como los chistes. O como los partidos de la selección argentina. O la misma vida. O que River se haya ido a la B. La Copa América da asco, la selección produce vómitos. Y es obvio que la culpa es de Aguilar.