viernes, 1 de noviembre de 2019

Tomi Lebrero y la máquina de hacer canciones (Parte II)

LAS TORRES DE LA INFANCIA
Tomi Lebrero es el último hijo de una familia más o menos bien de San Isidro. Desde chiquito fue adquiriendo el gusto por las mismas bandas que escuchaban sus hermanos mayores. En su casa sonaban discos de Los Redondos, los Ratones Paranoicos y The Cure, entre otros. Sin embargo, desde muy chico él ya era fanático de Michael Jackson y se sabía de memoria los temas de “Thriller”. Cuando cursaba tercer grado en el San Juan el Precursor, un colegio tradicional de San Isidro, escuchó a The Cure y sintió el flechazo. “Fue la primera banda que sentí: hola, tengo mi walkman, mi cassette de”, cuenta. Fue ahí que empezó a escribir con marcador en las paredes “Tomi The Cure”. Dejaba su firma por todos lados, una manera de distinguirse del resto. Cuando era un poco más grande, en quinto grado, sus hermanos lo llevaron a ver a los Ratones al Auditorium de San Isidro. Y ahí se dio cuenta de que quería ser una estrella de rock.
-Me acuerdo que le gritaban a Juanse: “¡Juanse, larga la blanca!”. Y yo le preguntaba a mis hermanos: ¿qué es la blanca? Y me decían: “No, no… es la guitarra blanca”. Y yo flashie, boludo. ¡La primera vez que lo vi a Juanse me quería morir!
Por ese entonces su hermana se dio cuenta de su entusiasmo y lo empezó a incentivar para que estudie guitarra. Tenía un novio que tomaba clases con un profesor de zona norte. Le pasaron el número y Tomi enseguida lo llamó por teléfono. Se llamaba Patricio Quirno Costa: “Era muy buen profe, tenía algo que te re enganchaba”. Ahí hizo su debut escénico, aunque confiesa que el ambiente de alta alcurnia lo incomodaba un poco: “¡Eran todos apellidos patricios argentinos! Y yo tipo Tomi Lebrero”, dice y no puede controlar la risa.  
Después apareció el rock nacional, se hizo fan de Charly García, Fito Páez, Soda Stereo y Sumo. Ya estando en primer año del secundario, el mismo año en que ingresó al conservatorio, un amigo del colegio, Andrés Hayes –hoy reconocido saxofonista de jazz -, le prestó un cassette del padre que le cambiaría la vida. Era un recital de Astor Piazzolla en el Teatro Regina. “Me voló la cabeza y ahí dejé de escuchar rock”, confiesa. El bandoneón tardaría algunos años en llegar, aparecería recién cuando terminara el colegio. Pero ya por esos años, cuando tenía 13 años, formó su primera banda, Mona Lisa, junto a tres amigos del colegio. La banda estaba integrada por Jano Seitún en bajo, Andrés Hayes en saxo, Matías Beccar Varela en batería, y Tomi se encargaba de la guitarra y la voz. Ahí hizo sus primeras armas como frontman y se empezó a animarle a la composición.
En ese entonces algunas cosas del colegio le empezaron a hacer ruido. Hasta segundo año había sido un alumno modelo que se iba a confesar todas las semanas con el cura fundador del colegio, el padre Castagnet. La religión y la sociedad sanisidrense serían, años más tarde, tópicos recurrentes en sus letras. “En tercer año nos pusimos muy rebeldes”, recuerda. Eran un grupito de seis amigos, dentro de los cuales estaban los miembros de la banda, que se autodenominaban La Celúla, y se mantenían un poco apartados del resto: “Había una suerte de bullying, pero también de soberbia intelectual de parte nuestra”. Empezaban a sentir curiosidad por la bohemia porteña. Los viernes a la noche se tomaban el tren a Retiro e iban a recorrer las librerías de avenida Corrientes y volvían a la madrugada. También frecuentaban talleres literarios, iban a obras de teatro y recitales. Como los “náufragos” de la génesis del rock nacional, disfrutaban navegar por los resquicios desconocidos de la ciudad. “Nosotros estábamos flasheando con Lautréamont y nuestros amigos del San Juan estaban muy en otra”, recuerda.
Ya sabía que quería ser músico y empezó a reflexionar sobre la posibilidad de cambiar de colegio. Entonces, una amiga del conservatorio lo incentivó para que se cambiara al colegio al que ella iba. “Me fui a un colegio re hippie, de repetidores, en Martinez, que se llamaba José Martí”, recuerda. Aunque no todos sus amigos pudieron seguirlo: “A otros les costó, era medio la Sociedad de los Poetas Muertos”. Sus abuelos habían sido fundadores del colegio. Irse de la institución era el equivalente a desertar las filas de un ejército. Había un linaje al cual había que honrar, con apellidos eternizados en placas de bronce colocadas en las altas columnas del patio: “En mi casa me dieron permiso, me vieron que estaba re pilas con la música, pero se la tuvieron que fumar también”. 
-¿Eras muy religioso?
-Sí, yo tenía re flash místico. Me re pegaba la religión. Y después hice un corte así nada que ver. Dejé de ir a misa, dejé todo y la búsqueda de la libertad se volvió un poco mi nueva religión. Pero yo agradezco haber conocido todo eso. Me parece que es algo importante de la idiosincrasia occidental conocer todo ese bagaje cristiano. Hay muchos artistas que tienen formación cristiana y fueron a colegios pesados. Casi todos, Joyce por ejemplo. Yo pienso que uno le va a dar una educación progre a su hijo. Pero es un bajón, ¡para mí no hay nada mejor que los padres sean medio garcas!
-¿No te quedó resentimiento con respecto a esa educación conservadora?
-Por muchos años sí. Por mucho tiempo la cosa así San Isidro, curas, me generaba algo medio pesado. Ahora no. Yo agradezco haber ido a un colegio como el San Juan con esas características conservadoras, muy de una sociedad particular como la sanisidrense. Eso me puso alerta muy temprano, me puso rebelde. Esto de haber vivido el dogma y la norma tan fuerte, me hace identificar las situaciones dogmáticas muy rápido.
Al poco tiempo de cambiarse de colegio, a los 16 años, armó un nuevo grupo con chicos del San Miguel Arcángel, un colegio Waldorf de Villa Adelina. A Jano y Hayes, sus antiguos compañeros de grupo, les había pegado la fascinación por el jazz, mientras que Tomi se había sumergido en el universo piazzollino. Al nuevo grupo lo llamaron Sexteto Nuevos Aires y, naturalmente, tocaban temas de Piazzolla. Ahora Tomi recuerda sus grupos de adolescencia con cierto orgullo: “Tanto Mona Lisa como Sexteto Nuevos Aires fueron grupos muy precoces”. Al recordar esos primeros grupos, reconoce cierta osadía instrumental en la música que hacían, que sorprendía a quienes los escuchaban. “Después nunca hice algo así, ¡después no sé qué pasó!”, bromea y se deshace en una carcajada.
Por esos años empezó a sentir la necesidad de profundizar sus estudios musicales. Toda la adolescencia había transcurrido entre salas de ensayo y amigos. Era hora de estudiar enserio. “Me metí un poco en una búsqueda musical y dije: ‘yo tengo que estudiar en vez de tocar tanto’”. Conservaba todavía un grado de admiración desmedido, casi canónico, por Piazzolla. Recuerda que fue lo único que escuchó durante tres años. Primero, se anotó en la UCA donde hizo los dos años de ingreso a la carrera de música, y a los 19 años empezó a estudiar bandoneón con Rodolfo Mederos, uno de los máximos referentes del instrumento. A los tres años de estar estudiando con el célebre bandoneonista, el propio Mederos lo convocó junto a otros cinco estudiantes para formar parte de una agrupación de varios bandoneonistas y acompañar a un ballet en una gira por Europa. Durante algunos años tuvo el privilegio de yirar por el Viejo Continente presentando los espectáculos “Tango Vals” y “Tango de Ana”, de María Steckelman. “Tenía 20 años, era muy pendejo, fue una experiencia alucinante, era mi primera experiencia profesional, la primera vez que iba a Europa”, recuerda.
Por esos años tuvo su primer flash con el norte argentino. Cuando no estaba de gira se pasaba temporadas enteras en Tilcara. Alquilaba un cuarto y se quedaba dos o tres meses. No necesitaba trabajar, ya que contaba con los ahorros de las giras, que le alcanzaban para mantenerse: “Tenía esto de los bandoneonistas, los viajes, eso me dejaba un ahorrito con lo que me manejaba. Siempre evité la fatiga, viste”, dice riéndose. Allí descubrió a músicos de otras esferas que le aportaron una mirada diferente sobre la música: “Un maestro muy importante fue Ricardo Vilca, de Humahuaca, un cancionista muy capo, y también el Diablero Arias que era un folclorista amateur, un convocador de folcloristas del Norte”. Años más tarde, mudaría el estudio de grabación a Tilcara para grabar su segundo disco “Cosas de Tomi”.
Después de varios años sumergido en el estudio del tango, Tomi recuerda un momento epifánico que lo llevaría de nuevo hacia el mundo de la canción: “Fue escuchando un tema de Chico Buarque, ‘Noite dos mascarados’. Era una canción muy teatral, de un chabón que le cantaba a una mina y ella le respondía. Yo siempre tuve intereses diversos, me gustaba la música, pero también la literatura o las artes plásticas. Y en un momento sentí como que está bien lo del bandoneón, está buenísimo, pero ya empezaba a darme cuenta de que tenía ciertas limitaciones técnicas. Hay gente que tiene una disposición técnica, que se tocan todo. A mí me costaba un poco esa parte y pasar esa barrera era estar muchas horas. Y a veces sentía que no terminaba de expresar lo que era”. Tenía 22 años y escuchando la canción del músico brasilero, tomó una determinación: “Ahí dije: ‘quiero hacer esto’”.
A partir de ese momento el bandoneón dejó de ser el eje de su vida. Y ese lugar lo ocupó la canción. En una clase con Mederos le contó de sus nuevas inquietudes: “A Mederos no le copó mucho la idea, me bardeó la canción. Él decía que para él cuando la música iba en función de la letra, o en función de la danza, era siempre en detrimento. Cosa que en algún punto tiene razón. Mederos es un tipo que le interesa Salgán, la música pura. Yo sentía todo lo contrario, a mí me encantaba la música en relación a la letra o el teatro. Todo eso me volaba la cabeza.”
-¿Ahí grabaste tu primer disco?
-A los 24 o 25 años mis viejos me ayudaron, yo tenía ganas de empezar a salir de esto de los estudios más caseros, así que me decidí y grabé mi primer disco “Puchero misterioso”.
-¿Sentís que hubo un éxito precoz en el comienzo de tu carrera?
-No sé si éxito precoz, creo que no. Pero sí, como todos los jóvenes, yo en ese momento, de los 18 a los 24 años, sentía que me podía comer el mundo. Estaba muy en esa. Me metí a tocar el bandoneón y me llamó Mederos, los grupos que tenía en la adolescencia eran muy buenos. Después aparece la Fernández Fierro, un grupo interesante. Dejé la Fernández Fierro y me fui de viaje. Así que grabé mi primer disco y sentí que, bueno, ya está, grabo mi primer disco y voy directo a hacer el camino y todo va a ser fácil, voy a tener un público y toda la cosa. Y ahí aparecieron todos los quilombos.

RE LOCO, RE HIPPIE
Entre marzo y abril, en medio del arduo proceso de finalización de los discos de “12”, Tomi volvió a hacer un ciclo en el Bar de Julio, rememorando viejas épocas. Hay un famoso video filmado allí en 2010, donde Tomi interpreta la canción “Cuando a caballo”, que comienza tocando solo con el fuelle apoyado sobre un auto viejo. Continúa caminando hacia el bar con el instrumento sobre el hombro, mientras se le suman los músicos y el público haciendo coros. El registro es del cineasta francés Vincent Moon, conocido por sus Take Away Shows, realizados a lo largo de todo el mundo. Justamente en una reciente visita suya al país, volvieron al Bar de Julio y surgió la idea de resucitar el espíritu de aquellos viejos ciclos.
Desde lejos se ven mesas improvisadas en la calle. Sobre las mesas hay algunos veladores que aportan la poca luz que hay en el ambiente. Estamos a principios de abril y el clima todavía permite cosas como hacer un show en la calle a la luz de la luna, aunque la luna no se ve, escondida detrás de los abundantes árboles de la ciudad. Adentro hay cuadros, relojes colgados sobre paredes de viejos azulejos con motivos triangulares. Hay cantidad de adornos, ollas, dibujos, palos de hockey, un viejo manubrio de automóvil, heladeras antiguas, estantes con especias. Todo parece tener un orden interno, aunque a primera vista parezca desordenado. Un orden dentro del caos. El escenario está armado sobre la vereda, en la puerta del local.  
Lo saludo a Tomi que está hablando con los músicos de la banda. La bajista no pudo asistir al show, así que esta noche van a tocar en formato trío. Ivo Ferrer y Santiago Grandone lo acompañan en batería y teclados. Tomi me dice que le quedaron dando vueltas algunas ideas después de la primera entrevista y se disculpa por haber estado apagado durante ciertos momentos de la charla, un poco debido al trajín de sus últimos accidentes.
-¿Cómo venís con eso?
-Al final fui al médico y tenía una costilla quebrada –dice mientras se levanta la remera y me muestra una venda que le cubre gran parte del cuerpo -. En un mes se me suelda.
La escena no deja de tener cierto carácter quijotesco. El juglar vencido luchando contra los molinos de viento. O contra los gigantes. Hay una lucha entre la realidad y la fantasía que es inherente al artista. Lebrero comprende ese juego a la perfección y cuando se calza el traje de cantor, cuando se sube al escenario, el linde entre lo real y lo ficcional se desdibuja.
Antes del show se lo ve concentrado, en su mundo. Algunas personas se acercan a saludarlo, pero él parece ya con un pie arriba del escenario. “Hoy voy a tocar temas viejos, pero creo que ya no tendrían que estar en la lista”, dice. “Pero ese sos vos, boludo, son temazos”, le dice alguien de aspecto campestre: bombacha de campo, sweater, una barba incipiente, desaliñado. “A veces los disfruto más cuando no los toco por un tiempo”, responde. Antes de comenzar se aleja unos metros con los músicos y ensaya los coros de una canción, acompañado con una guitarra acústica. Mientras tanto, adentro del bar, Julio cocina tortillas de papa y milanesas. El pelo largo y de un color blanquísimo, le dan un aire de druida. La cocina: su lugar, donde prepara apaciblemente en ollas y sartenes sus brebajes mágicos, que alguien a quien luego Tomi va a presentar como El Hombre Correcto, distribuye con cierta desorganización entre las mesas. El chaleco verde, el sombrero y su verba descontrolada le dan un aire de dandy de los años 40 en un viaje psicotrópico.
Alrededor de las 22.30 comienza el show. Lebrero cierra los ojos y con el bandoneón sobre el regazo empieza el primer tema. Es un instrumental del último disco, que luego van a enganchar con “Misachicos de Cangrejillos”, de Ricardo Vilca. Está muy concentrado, cada tanto se le escapa algún gemido. Los primeros compases solamente tienen al bandoneón, y en un crescendo se le van sumando la batería y el teclado. A medida que va subiendo el volumen Tomi se pone más histriónico, gesticula, larga gruñidos, abre cada vez más el fuelle, como un torturado al que le atan las manos y lo estiran, hasta descomponerse. Por momentos se nota la ausencia del bajo que intentan disimular con un MicroKorg y, sobre todo, con el despliegue escénico de Tomi. Se lo ve inquieto. Entre tema y tema cambia de instrumento, hace algún chiste, cambia las letras. De repente, introduce una nueva canción y pone un machete con la letra sobre una mesa. Se lo dedica al hombre de chaleco verde y sombrero que hace de mozo. Es su cumpleaños. “A Jorge que me regaló porro”, dice. Ahí cuenta que Jorge es policía e introduce el nuevo hit. Se llama “Un poli” y está inspirada en el policía, que divide sus tiempos entre la “Ley y el Orden” y el bar.
El momento más alto del show es cuando se acerca al público y toca con el bandoneón sobre la mesa de algún comensal, como un punky que se arroja al público y hace mosh. El tema es “Doctorado en Santiago del Estero” y en la sección donde el tema baja se pone a recitar: “Estoy visualizando euros… Argentina… ¡No, esto es un film de fucking Polka!”. Mientras escupe las palabras el tema empieza a crecer y se acerca al climax.
Cuando el show está terminando Julio se para en el umbral de la puerta, detrás de Tomi y el escenario improvisado en la calle. Están tocando “Siete días”, de su segundo disco, que es número obligado en cada presentación. Cuando Tomi percibe la presencia del regenteador del lugar y, como un improvisador teatral, lo introduce dentro del cuadro: “Como un Andy Warhol local, como un Clint Eastwood… ¡alabanzas a Julio!”, grita eufórico. Julio se ríe y baila, se ríe y baila. Baila y se ríe. Y el cuadro se completa con los coros del público, que le dan a la escena un tinte religioso: “si el tiempo y la altura, me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar… me ayudan a olvidar”.

SI NO ES LOCO, NO ES VERDAD
“Fui a ver a un brujo”, dice Tomi. Está recostado en su cama con la cabeza sobre algunos almohadones. Hasta último momento no me confirmó la entrevista porque estaba con dolores cervicales y vómitos. Me pide que me saque las zapatillas antes de entrar y enseguida nos ponemos a hablar sobre un tema que lo tiene preocupado: siente que la pata performática se está comiendo sus shows, que quizás sea hora de controlar a la fiera. O, al menos, dosificarla, atenuarla un poco. Reina cierto desorden en el cuarto. Hay montañas de libros sobre la mesa de luz, un viejo espejo en la pared y unos estantes llenos de esas carpetas grises que suelen usarse para acumular facturas pagadas. Pero no son facturas, sino canciones las que rebalsan las carpetas como la lechuga y el tomate de esa gran hamburguesa que representa la obra de Tomi Lebrero.  
-Me está pasando en algunos shows que crece mucho lo performático, me empiezo a cagar mucho de risa con la improvisación, que es algo a lo cual quiero ir. Pero es muy difícil con la banda. Y cuando la banda no está muy fuerte, el personaje escénico tapa a la canción. Entonces, estoy trabajando para que no me pase eso.
-¿A vos te pasa eso por fumar y salír así medio loco?
Se ríe y e imposta la voz calzándose el traje de Señora Bien, simulando indignación con la pregunta:
-No, no, no. ¡Yo nunca fumo!
Ahora se saca el traje de Señora Bien. Se pone serio y continúa:
-A todos los artistas nos pasa, tenes que afrontar esa situación y uno quiere estar más chispita. Algunos toman vino, otros fuman, otros se dan un saque. A mí, la verdad que me gusta fumar. Lo que pasa es que soy muy sensible. Fumo dos pitaditas y ya quedo muy colocado. Por momentos la gente se caga de risa y está bueno. Yo también me cago de risa. Pero a veces no ayuda. Estoy tratando de buscar los puntos de equilibrio. Que hayan temas más organizados y otros donde yo pueda delirar más, hacer eso que tampoco es que tengo que estar re puesto, re fumado, para hacerlo. Me pasó en Caras y Caretas, cuando presenté el disco, que estaba muy consciente de todo. Y tampoco está muy bueno eso a veces.
-Me acuerdo la vez que tocaste con La Nube Mágica y Botis Cromático en Caras y Caretas. Fue un recital mucho más cuidado en ese sentido, más sobrio si se quiere, que cuando tocas en lugares como el Pacha o el Bar de Julio.
-Sí, me doy cuenta también que el público que sigue al tipo de movida que hago yo, de cantautores, no quieren, como dice Charly “no quiero un loco”. Hay un punto cuando se te va mucho la mano con el loco que no sé si está bueno.
-Hay cierto mito alrededor de Tomi Lebrero como de un pibe que está medio loco, que hace cosas inesperadas en los recitales. A muchos les divierte ese perfil bufonesco. ¿Cómo convivís con esa caracterización tuya?
-Cuando uno está ahí en el escenario, o creando, es un poco un loco. Y, es necesario. Como dice Leónidas Lamborgini: “si no es loco, no es verdad”. Yo creo en cierta locura del momento y que uno tiene que llevar a la gente a otra situación en un punto. Después acá, nada, soy un tipo re normal. Pero en ese momento uno es un loco bárbaro.
Cierra la frase con una carcajada. Por momentos le cuesta girar la cabeza y se disculpa por no poder mirarme debido al dolor de cuello. Cada tanto se marea, pero jamás pierde la lucidez en la dialéctica de sus palabras.  
-Hay un loco más constructivo y otro… Yo me estaba cagando mucho de la risa con un personaje un poco agreta. Una cosa medio beckettiana, de tener el truco y mostrar el truco. Entonces hablaba mucho con los chicos en el show: “che, no puede ser que no sepamos este tema”, “no puede ser que no me sigan, ¿dónde tenes la intuición?”. Los empecé a bardear. Porque a mí me gustan los shows traumáticos, cuando ves algo traumático. Esta entrevista con la cama, me la voy a acordar más que otras entrevistas porque es una locura.
-Tendría que haber traído al fotógrafo –le digo. Más tarde cuando le cuente que escuché todos los discos de “12” en un día, va a buscar el celular y me va a sacar una foto: “¡Que maestro, boludo, te voy a hacer un monumento. Ya me puedo morir tranquilo”. A los pocos días, en un derroche de generosidad, la va a subir a instagram.
-Cuando sucede algo traumático las cosas se identifican de otra manera. Pero a mí me gusta que haya un reality cuando voy a ver una banda… ¡soy medio Moria Casán! Pero me di cuenta de que los chicos no la estaban pasando bien. Eso yo lo tomo como algo muy performático, muy escénico. Y realmente me puedo desafectar, porque lo veo como un personaje. Pero bueno, la exposición es jodida y hay personas que la llevan mejor. Y otros, a quienes verse muy expuestos, y sobre todo que expongan los errores, les pega muy mal. Por eso te dije que fui al brujo. Pero también estuve hablando con los chicos y me di cuenta de que a algunos no les copa.
Es inevitable al referirse a lo escénico no remontarse a los tiempos del Centro Cultural Pachamana, más conocido como Pacha, o la Casa de los Chasquidos. Estaba ubicado en Almagro, en la calle Argañaras, cerca de la intersección de la avenida Córdoba con Estado de Israel. Fue uno de los tantos espacios que le abrieron las puertas a la cultura en el post Cromañon: “La cosa más masiva estaba complicada, empezaron a cerrar todos los clubes y empezaban a aparecer nuevos lugares, más chiquitos. Fue una forma de replantearnos los shows”, reflexiona Lebrero sobre esa época.  Abrió en el 2005 y cerró definitivamente a principios de 2018. Fue el epicentro de varios ciclos de Tomi Lebrero y su Puchero Misterioso, donde siempre los shows eran sin amplificación. Ni aplausos. La gratificación se expresaba en forma de chasquidos. Es inevitable al hablar de lo performatico que no vengan imágenes de Tomi en el Pacha: cantando en calzoncillos o desnudo, con un cuaderno en la mano recitando o improvisando, arriba de la barra, tirándose sobre la primera fila de sillones o cantando entre el público. Esos ciclos fueron adquiriendo fama a lo largo de los años entre el público y se convirtieron en una especie de “misa lebreriana”.
-Yo me siento de esa casa, allí aprendí mucho. Sobre todo aprendí mucho sobre lo escénico. Ahora replico un poco esa energía escénica en cualquier lugar del mundo donde vaya. Es como una escuela ¿no? Como el cafetín de Buenos Aires, es una escuela de todas las cosas. Fue un escenario escuela. Ahora se extraña un poco, pero también un poco sigo replicando todo eso. Siento que en cada escenario donde voy, sea ante 12 mil personas como toqué en Japón, o un lugar en Bélgica, en algún momento me vienen imágenes de estar tocando parado en la barra del Pacha. Es un lugar que me curtió mucho.
-De alguna manera era más horizontal el escenario, estabas más integrado con el público.
-Sí, también eso genera algunas cosas. La gente te encasilla como: “ah, Tomi en el Pacha, lo tengo ahí cerca, voy a la cola del baño y está ahí”. Entonces, como que quieren a ese Tomi. Y, yo qué sé, por un lado está bueno. Y, otras veces, es un poco karmático. Porque yo quiero tocar en la Usina del Arte o en Caras y Caretas. Pero hay mucha gente que dice: yo cuando es así, tan prolijo y musical no me pega. Quieren más el bardo de estos lugares. Lo que estoy pensando que tendría que hacer es más bardo en la Usina y en el Pacha ser más prolijo.
Se queda pensando un rato, recostado entre las sábanas, buscando la palabra justa. Parece agotado después de dos horas de entrevista. Después de unos segundos remata:
-Darlo vuelta. Ying yang.

NUEVOS TRAP
En sus comienzos los géneros que sintió como más cercanos fueron el tango y el folclore. Sus dos primeros discos, “Puchero misterioso” y “Cosas de Tomi”, dan cuenta de esta identificación. Sin embargo, siempre sintió la necesidad de despegarse de esas etiquetas: “Sentía que no estaba siendo honesto conmigo mismo si me adscribía a un solo género”. Cuenta que a la hora de componer, las canciones le llegan vestidas de diferentes géneros, incluso con influencias de músicas de las cuales no es fan. En “12” hay varias muestras de esta versatilidad para componer bajo diferentes ropajes. Entre las canciones conviven géneros tan diversos como el rock, la cumbia, el reggaetón, el tango, el folclore y el trap. “Me interesan géneros que tampoco curtí tanto, que están en el aire, como el reggaetón”, dice.
Quizás sea por los años que lleva dictando el taller de canciones La Oreja Atenta, pero en Lebrero siempre hay una disposición hacia la canción, no importa bajo cual forma aparezca: “El otro día pasé por la plaza y en la calesita, viste, le taladran los oídos a los nenes con el reggaetón. Y me encantó. Me pareció una imagen patética y hermosa al mismo tiempo. Entonces dije: voy a hacer un reggaetón”. Se refiere a “Reggaetotango”, incluida en el tercer disco de “12”. Con un aire tanguero la canción empieza pintando una imagen grotesca: a través de la contemplación de su propio meo reconoce la forma de un mapa de Argentina. Y mientras transmuta en un reggaetón, sobre versos de Witold Gombrowicz, empieza a divagar sobre el triste devenir de la Argentina y sus eternas crisis. Entre las numerosas canciones del disco aparecen otros guiños a los nuevos géneros. Por ejemplo, el trap “Luna roja”, el hip hop “De qué trabaja la gente”, o la suite anti-imperialista “América”, donde condensa con acierto esos nuevos ritmos que escuchan los pibes de hoy y alcanzan millones de escuchas en youtube.   
Esta ductilidad a nivel genérico tiene algunas recompensas, como puede ser un repertorio variopinto. Pero, a la vez, tiene sus contras: “Lo positivo sería que me siento consecuente con lo que quiero expresar, pero capaz la contra es que uno no es de ningún palo, y no profundiza. Por más que trato de estudiar el folclore a full, no soy un folclorista. Trato de estudiar el tango a full y no soy un tanguero. Claramente, no soy un trapero. ¿Entonces qué soy?”. Se queda pensativo durante un rato. Y luego, se contesta a sí mismo:
-Soy un cancionista que se nutre de todas esas cosas, a veces con mayor respeto por el género, y a veces con cierta irreverencia. Porque tampoco es que me interesa esa cosa pura de los estilos. Tipo cuando vienen los chamameceros y te dicen: ‘no, el chamamé se rasguea así’. En un punto admiro y me encanta esa gente. Pero en otro punto digo: ‘uy, que pesados, quédense con sus iglesias’. Tuve tanta iglesia en mi vida que ya no quiero más iglesias.  
Cuando le pregunto si siente que hay un legado nombra a algunos nuevos grupos y cancionistas como Julio y Agosto, Adrian Berra, Nahuel Briones y Sofía Viola, que aparecieron algunos años más tarde que la primera ola de cancionistas. Pero enseguida adopta cierta modestia y se cuestiona la idea de ubicarse como referente de esa nueva generación. “A veces digo ¿legado de qué? Era algo que estaba medio en el aire. Por momentos me parece demasiado decir: el legado. Y por momentos, tampoco voy a ser ingenuo, hubo algo de mascarón de proa en lo que fuimos nosotros”. Ahora, vuelve a detenerse y cuestiona lo dicho anteriormente: “Por otro lado, me parece demasiado decir que fuimos nosotros los que los influenciamos. Siendo sincero, las influencias más fuertes creo que siguen siendo Charly García y Fito Páez para todo el universo argentino. Nosotros somos algo que aparece ahí, como un referente, pero no sé hasta que punto me siento ¡guau, qué referente!”. Finalmente, menciona al hip hop y el trap como el sonido de esta época. Y hasta sugiere la posibilidad de virar su carrera hacia ese rumbo. “Capaz que si tuviera 20 años, con la facilidad que tengo para la horda de palabras, me hubiera volcado directamente por ese lado. Me re interesa todo el mundo del trap, capaz que después de ‘12’ haga un disco entero de trap”.

LA PAJA DE SER CANTAUTOR
Ya hace seis años que empezó el proceso de gestación de “12”, cuyas primeras sesiones de grabación fueron a fines de febrero de 2017 en los estudios Mawi. El parto se está haciendo largo y a pesar de que en menos de un año publicó 10 discos, por momentos se cuestiona el sentido de la proeza. Por momentos siente que quiere mandar todo a la mierda, que no tiene sentido en este contexto cultural el oficio de cantautor, de orfebre de las canciones. Sobrevuela una pregunta en el aire: ¿todavía hay gente que le interesen las canciones? A partir de esa sensación de frustración nació “Dejemonos de fantasear con la normalidad”, inspirada en un relato del escritor uruguayo Mario Levrero. “Cuando uno está haciendo lo que supuestamente le gusta y no está ganando un mango, uno fantasea con la normalidad”, dice reflexionando sobre la canción: “Es un poco eso lo que trato de enunciar. En general, las personas que están trabajando en relación de dependencia sienten: ‘no estoy haciendo lo que es mi deseo más íntimo y profundo’. Es decir, idealizan mucho al que lo puede estar haciendo. Pero yo creo que uno es un inconformista, yo por lo menos creo que lo soy. Ahora que estoy pudiendo hacer esto, a veces digo: ‘uy, la puta madre, la verdad que el trabajo que pongo y lo que vuelve por la música es muy ingrato’. Y ahí uno fantasea con la normalidad”. Pero enseguida hace una defensa del empleado de oficina y enumera a escritores célebres que fueron trabajadores de oficina: “Levrero, Juan L. Ortiz, Kafka, Onetti, Borges… todos trabajaban en oficinas. Si uno es auténtico con su arte es muy difícil que puedas vivir al cien por ciento de lo que haces”.
En “Doctorado en Santiago del Estero”, un rock ochentoso con aires de glam, confiesa con cierta ironía, que le da paja ser cantautor, que prefiere pasar más tiempo viajando, o durmiendo la siesta, un poco inspirado en sus viajes a caballo. “Uno piensa que el oficio de cantautor es tipo: ‘si, yo soy libre, trabajo de cantautor, voy cantando…’ Sí, tiene esa parte, que es la más linda. Pero después, llegar al ensayo es un parto, todo lo que hay que hacer de promoción es un embole, todo lo que uno hace para hacer un disco y conseguir subsidios es un laburazo. Hay gente que tuvo más suerte y esas cosas se las fue resolviendo una suerte de oficina. Pero no es mi caso, yo hago todo, hago de secretario… hago todo”. Dice que ahora consiguió a alguien que le maneje las redes sociales, en lo cual se siente un “queso”. Y concluye: “Componer, tocar, ensayar, es disfrutable. Todo lo que hay alrededor son movidas burocráticas para llegar a esa situación”.
En la era del imperio de las estadísticas, no está de más mencionar algunos números sobre “12”. Hasta el momento lleva publicadas 159 canciones (todavía falta publicar el último de este “hiper-disco”, como le gusta llamarlo, que promete 50 nuevas canciones). La que tiene más escuchas es “Bolero de amor y violencia”, con 133.017 escuchas. Hay 16.222 oyentes que lo escucharon el último mes. Y hay 1.261 followers de Tomi Lebrero. Números bastante significativos, si se los compara con el resto del universo de cantautores. Cuando le menciono ese comentario en instagram en el cual se quejaba de no estar en las listas de los mejores discos del año, Lebrero agarra el guante y devuelve la pelota: “Un poco me arrepiento, no me gusta ese lugar de llorón. Siento la responsabilidad de ser agradecido, obviamente hay momentos donde uno se frustra. Pero, básicamente, creo que tengo que estar agradecido de poder hacer un disco de 200 canciones, y más o menos subsistir de lo que hago”.
-¿No sentís que en otro momento hubo un interés mayor o que se le dio más visibilidad a tu obra?
-Obviamente, que cuando uno está arrancando hay un interés nato, la gente tiene una expectativa. Pero a la vez no me voy a tirar al muere. Yo creo que todavía hay un interés. No son boludos, se dan cuenta de la persistencia, de que hay algo genuino e interesante. A veces uno no tiene que ser masivo para ser interesante.
De golpe, la conversación vira hacia esos referentes que generan mayor resonancia en los medios. Desde los nuevos protagonistas del rock indie, como Simón Poxyrran y Los Espiritus, hasta el creador del hit “Despacito” que cosecha billones de escuchas (y regalías) en youtube: “Capaz que nuestra generación está un poquitín vapuleada porque no generamos la masividad que el periodismo necesita. Para mí hay algo ahí que hay que separar, porque sino es como que Juan Fonsi… ¿Juan Fonsi es?
-No es Juan, es Luis –lo corrijo.  
-Bueno, ese… sería el mejor músico del planeta -continúa Tomi-. Y no es así. Yo creo que en nuestra generación hay musicazos, y que capaz no lograron tanta visibilidad. Pero que en realidad no tienen nada que envidiarle a los popes: a Calamaro, a Sumo, a Charly… a los grandes del rock nacional.
Mientras escribo estas líneas chequeo el instagram. Tomi acaba de publicar otra foto de la maratón. Ya falta poco. Ahora elonga, con la vincha roja y la sudadera con el número 12, debajo de unos enormes faroles ¿de la prensa? En el comentario anuncia la salida de la onceava entrega de la saga: “Así ando, estirando y juntando fuerzas para el último tramo de esta maratón que por momentos siento ridícula y por momentos me devuelve cierto sentimiento de realización”. Ya perdí la cuenta, no sé cuántas canciones son. Son muchas. Muchas. Como en la tapa de cada una de las entregas de “12”, hay una foto del viaje a caballo. Allí se lo ve a Tomi montado sobre uno de sus caballos, con un sombrero. Y detrás: el campo. De repente, me doy cuenta de un detalle en el cual no había reparado antes. En la parte superior aparecen doce líneas dibujadas, que llevan la cuenta de los discos publicados. Una larga línea blanca las atraviesa. Once ya están tachadas.

Ph. maratón: Tomás Barry
Producción de foto: Mario Nieva 

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