miércoles, 7 de mayo de 2008

Cronica literaria

Afuera había puestos de panchos y chorizos por todos lados. La gente que se aglutinaba frente a las boleterías de La Rural se confundía con los transeúntes que diariamente esperan sus respectivos colectivos en Plaza Italia, la mayoría para viajar hacia el Gran Buenos Aires. Con el olor de la parrillada urbana en las narices le mostré mi libreta universitaria a la persona que estaba detrás de la ventanilla -no me voy a detener a describirla porque no la recuerdo -, quien sin husmear demasiado me entregó la entrada.
Siempre digo que si hay algo que no sé hacer y que me aburre, aunque lo intento, es recorrer museos o muestras de arte. Trato de detenerme en cada obra como si todo ello implicara una experiencia sublime, y especialmente, que los otros "turistas culturales" vean mi conexión con la obra, ceño fruncido y dedo índice y pulgar apoyados sobre el mentón mediante. La sensación al entrar a la 34° Feria del Libro es similar. Los organizadores del evento parecen haberse tomado muy enserio lo del laberinto de Borges. Los stans se suceden infinitamente de pabellón en pabellón y hasta se llega a perder la noción de la ubicación. Por eso cuando salgo del "stand" o "estan", según el gusto de cada uno, de una importante cadena de libererías siento el primer mareo. Acabo de comprar dos libros por el módico precio de... ¡60 pesos! Los pasillos están repletos de alumnos más fascinados por zafar de un día de escuela que por los libros. Uso a uno de esos grupitos de guía para llegar al stan (me gusta, es más refinado) de una importante editorial. Aunque me detengo antes en el puesto de una de esas boutiques de la calle Corrientes cuyo nombre no es muy original: el nombre de un clásico de la literatura inglesa. No sabía si ponerme contento o llorar al ver las bajísimas ofertas en libros usados, e hice la cuenta de cuantos libros me podría haber llevado si no hubiera comprado una novela norteamericana y un compliado de cuentos de Capote en el primer stan que vi cuando entré. Eran muchos. Como no me quedaba mucha plata compré sólo dos de esas ofertas: una biografía de la primera presidenta argentina (no Cristina, eh) y una crónica del quilombo del 2001. Ya un poco harto de caminar -uno va a la feria creyendo que va a encontrar algo, pero sólo hay libros -pasé por un par de stans de editoriales latinoamericanas y hasta me di el gusto de visitar el stan de Cuba. Aunque lo hacía ya sin la ilusión de comprar, fraguado mi impulso consumista (lea con atención, no dije "comunista").
En esto estaba cuando fui sorprendido por el sonido de un stan que estaba en uno de los laterales. Se escuchaba un grito de gol. Había un televisor prendido, una paradoja para la ocasión. Era el puesto de una importante revista de deportes (sigo insistiendo en evitar la publicidad). Aunque lo que más me sorpendió fue una pila de revistas viejas, y una en especial: un número del mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Con lo último que me quedaba, sin contar el par de monedas para el bondi, me llevé la revista.
Cuando llegué a casa todavía estaba compenetrado con los relatos de esas mágicas gambetas, que me quitaron el sueño durante una semana en esos aburridos y eternos viajes en colectivo.

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